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Unai Laso Lizaso nació hace 24 años en Bizkarreta-Gerendiain, una aldea enclavada en la cara sur del Pirineo navarro. En un valle donde el verde se eterniza y sus alrededores están poblados de hayedos y robledales. En la empinada cuesta de la calle San Pedro se ubica el frontón viejo de plaza libre. Fue allí donde Unai dio los primeros pelotazos. Era un niño guerrero. Le iba la marcha. Irujo era su ídolo.
Soñaba con ser pelotari y un 19 de junio de 2016 debutó en el Labrit de Pamplona. Sus primeros pasos por el profesionalismo estuvieron repletos de altibajos. Sin embargo, todos los entendidos ensalzaron una virtud. «La pelota sale de sus manos con una gran frescura». En las puertas de la pandemia, no renovaron su contrato y se vio inmerso en el campo aficionado.
La huelga promovida por la mayoría de sus compañeros y su consiguiente arreglo, lo catapultaron a la élite. Mes a mes ha subido como la espuma. Se puede decir, al menos en mi opinión, que es el segundo delantero, tras Altuna III, del ranking manista. Su osadía. Su frescura de ideas y su temeridad no pasa desapercibida ni para el más purista.
El día de Navidad brindó a los feligreses de la catedral eibarresa una actuación soberbia. Junto a Imaz, que parece que ha encontrado una cierta estabilidad, se enfrentó a Irribarria y Rezusta, catalogados por los técnicos como auténticos cañoneros.
Los de Baiko fueron casi siempre a remolque en el marcador, pero el navarro sacó a relucir su casta, orgullo y raza, y se echó el partido encima de sus hombros. Logró empatar el marcador en ese fatídico cartón 21 y deshizo la igualdad con un gancho marca de la casa en el mejor partido del campeonato hasta el momento.
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