Cuando Urtain reinó en Europa hace 50 años
Pesos pesados ·
La noche del 3 al 4 de abril de 1970, el púgil guipuzcoano arrebató el título continental al alemán Weiland y se convirtió en un mitoSecciones
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La noche del 3 al 4 de abril de 1970, el púgil guipuzcoano arrebató el título continental al alemán Weiland y se convirtió en un mito«Hola, Urtain», le saludó el portero del edificio en el que vivía de alquiler en Madrid en la décima planta. «Urtain no, José Manuel», respondió.
Venía de tomar algo, como siempre, un café y un copita de patxaran. El alcohol. Era capaz de ... beber una botella de whisky a palo seco en media hora. Buen encajador. Pero hay golpes que te atraviesan. Acababa de abandonarle su segunda esposa, que se había ido con los hijos. Y él que tanto dinero había ganado a tortas en el ring no tenía ni para pagar el alquiler. Abrió la puerta, pulsó el interruptor. Nada. Le habían cortado la luz. Algo le cruzó por la mente. Y se arrojó al vacío desde la terraza. Fin.
El 21 de julio de 1992 falleció José Manuel Ibar Aspiazu, guipuzcoano de Zestoa. Tenía 49 años y había sido dos veces campeón del Europa de boxeo. La leyenda de Urtain sigue en pie sobre la lona. Hoy se cumplen 50 años de aquella pelea en el Palacio de los Deportes de Madrid que le dio el primer título continental de los pesos pesados y le convirtió en el ídolo de todo el país, rendido ante el carisma de un personaje fuerte, alegre y desdichado que al igual que tantos púgiles acabó como había empezado, solo y sin nada. Ni luz.
Luces. Los focos del Palacio de los Deportes convierten el cuadrilátero en una balsa que flota sobre una masa negra que grita «¡Urtain, Urtain, Urtain!». Manuel Alcántara, que tantas veces cerró este periódico con su columna diaria, toma notas para su crónica del combate. Va a titularla 'Safari de medianoche'. En el ring, un tigre vasco de 88 kilos de músculo con calzón blanco y ribete negro, Urtain, y un elefante alemán de 105, Peter Weiland, el campeón de Europa con silueta de barril, calzón azul y ribete blanco. El Madrid de la noche llena el recinto. Palomo Linares, 'El Cordobés'... «¡Segundos fuera!». Gong.
La pluma de Alcántara inmortaliza la velada. Urtain sumaba 27 peleas resueltas por la vía rápida. No tiene técnica, no esquiva con la cintura, ni siquiera se sabe si encaja porque nadie ha puesto aún a prueba su barbilla... Da igual. Urtain es lo que todos quieren ser. Echado 'p'alante'. De cara. Así sale. A por el alemán. Le clava un crochet de derecha en el mentón. Weiland se derrumba. «Urtain pega coces», escribe el cronista. El Palacio se enciende. Pasión por «¡Urtain! ¡Urtain!».
En el segundo asalto, el gigante alemán cae de nuevo. Dos derechazos le doblan la mandíbula. Y vuelve a hincar la rodilla en el tercero «con cara de estar viendo amanecer en el puerto de Hamburgo». El árbitro, Roland Dakin, le canta la tercera cuenta. El público anticipa la fiesta. Pero el combate comienza a inclinarse al revés. A Urtain se le van las fuerzas. El alemán, antiguo minero, no va a regalar el título. En el quinto round, Weiland acierta con un gancho al hígado «que lleva una esquela dentro». Urtain boquea. Le falta aire. Madrid tampoco respira. Contiene el aliento.
Al guipuzcoano se le notan cada vez más las carencias. Weiland tira de oficio. Pica piedra. Tiembla el castillo de naipes levantado en torno al levantador de piedras de Zestoa. Urtain sabe que sólo le queda un cartucho. Un golpe de rabia, de fortuna. Y sale a buscarlo en el séptimo asalto. A cara o cruz. Como vive. Un crochet corto de derecha seguido de una ráfaga de guantes. Weiland trata de refugiarse en las cuerdas. En ese viaje hacia atrás lo pierde todo, el combate y el título. «Los tremendos hachazos recibidos en los parietales hubieran derribado a un elefante. El emocionante safari había terminado. Era la medianoche», relata Alcántara. La locura en el Palacio. «Si aprende a boxear, estamos ante Rocky Marciano. Si no aprende, estamos ante un hombre que será machacado en los rings importantes del mundo». Acierta el cronista.
Urtain conoció pronto sus límites ante Henry Cooper, el púgil que había tumbado por primera vez a Cassius Clay. Enseguida inició el camino de vuelta. Otro gladiador condenado. Antes del servicio militar en Ceuta se ganaba la vida con sus apuestas de forzudo. Levantando piedras. Tras la 'mili' se alistó en el boxeo por lo mismo, por dinero. Ganó mucho, muchísimo, pero menos del que gastó. Se perdió en la noche madrileña. Exprimió su fama. Cuando vivía en un piso con Pedro Carrasco, otro mito del boxeo, las mujeres hacían cola para visitarles. «Las que venían ya sabían que tenían que llamar al timbre con las bragas en la mano», contó ya en plena deriva entre negocios ruinosos, deudas, alcohol y decepciones. Hasta que un día el interruptor de la luz no obedeció y José Manuel escuchó la última cuenta atrás. Sobre esa lona se levantó el mito de Urtain. Ahí sigue medio siglo después.
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