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No es fácil imaginar cómo el proyecto académico de una estudiante puede cambiar el destino de un recluso. Cómo puede enderezar una biografía que empezó torcida, causó un dolor irreparable a su alrededor y parecía abocada al abismo. Porque ése era el final que aguardaba ... a Karlos Igari Lekunberri, un pamplonés condenado a 20 años por un grave crimen, separado de otra presa y con una hija de esa relación. «Sin embargo, el rugby ha salvado mi vida», afirma el condenado, de 34 años, que acaba de ser trasladado a la prisión de la capital navarra desde la de Zaballa, en Vitoria. Una etapa más en su periplo penitenciario, aunque su historia particular ya ha dado un giro decisivo.
El milagro se obró en Zaballa en 2015 gracias a un cúmulo de casualidades y a Ainhoa Belakortu, de 23 años, que entonces estudiaba el grado superior de Técnico de Integración Social. La cuestión es cómo el destino de ambos se cruzó un día cualquiera en la cárcel alavesa. Y todo porque ella sentía pasión por el rugby y, para aprobar una asignatura, había redactado con una compañera un proyecto en el que voluntarios de su club, el Escor Gaztedi de Vitoria, enseñarían a jugar a presos de la penitenciaría local. Serían las tardes de los miércoles, en semanas alternas. «A los internos una semana y a ellas la siguiente», relata la joven, que había visto en Internet cómo hacían lo mismo en Argentina y en alguna otra cárcel española.
¿Por qué no en Zaballa?, se preguntó Ainhoa, que juega de apertura en el Gaztedi Neskak (la que distribuye el balón cuando llega de la melé), pero «también en otros puestos». Se dio la circunstancia de que un funcionario de la cárcel vitoriana también había practicado rugby, y ambos cruzaron mensajes hasta que el proyecto, asesorado por la Comisión Antisida de Álava, arrancó hace tres años. «Los voluntarios tuvieron que pasar un riguroso examen antes de que les dieran las tarjetas de acceso a la prisión», relata la jugadora del Gaztedi. Karlos no sabía hasta qué punto aquella iniciativa acabaría moldeándolo, al familiarizarle con un deporte extraño y duro, en el que dos grupos de quince jugadores se pasan el balón hacia atrás y se conducen con respeto al rival y al árbitro. Pero era consciente de una cosa. «Zaballa te daba una oportunidad –dice–. Si la liabas, no había más, pero al menos tenías una opción».
Las cárceles de Estremera, en Madrid, y del Dueso, en Santoña, también han ensayado el rugby para la reinserción de internos. En Estremera funciona desde 2012 la escuela de rugby Madiba (apelativo xhosa de Nelson Mandela), una iniciativa del exárbitro y funcionario Carlos Solla. Su equipo ha jugado partidos contra equipos externos, como el que formaron en 2016 unos abogados, magistrados y catedráticos, veteranos del Derecho Rugby de la Complutense. En el Dueso, jugadores del Independiente Rugby Club, de Santander, han llevado el balón ovalado a los presos, que jugaron este verano un torneo abierto de rugby a siete en la playa de Berria (Santoña).
Él no lo tenía nada fácil con su pasado, un fardo que lo aplastaba por el terrible daño que había provocado y que ha reconocido. Su historial delictivo empezó cuando era un chaval y lo encerraron en un reformatorio. Lo que vino después fue un delincuente enredado en peleas, malas compañías, trabajos nocturnos y atracos, en uno de los cuales fue herido de bala... Pero esa personalidad pétrea saltó en pedazos el día en que se atrevió a escribir una sencilla carta. Un texto en el que «pedí perdón a un hombre por el asesinato de su pareja en 2009». Karlos no ha recibido contestación y sabe y asume que ese perdón puede no llegar nunca.
Él no fue el autor material del crimen, porque en aquel momento estaba encarcelado por delitos anteriores. Pero al inductor del asesinato –un compañero de prisión que quería vengarse de una mujer que había denunciado su club de alterne– lo puso en contacto con el tipo encargado de disparar. A Karlos lo sentenciaron a 20 años y seis meses junto a los demás implicados, entre ellos su expareja. «No tenía ninguna empatía, no me paré a pensar en las consecuencias de lo que hacía; sólo veía que estaba haciendo un favor a alguien en la cárcel», asegura el preso, que ha participado en un programa de justicia restaurativa (no sustituye a la condena) y ahora tiene el régimen abierto (permite salir para estudiar o trabajar, y volver a dormir).
Karlos consiguió ese beneficio penitenciario en 2017 y lo utiliza para cursar un grado superior de Gestión Forestal, «algo que siempre me gustó». Pero hace algo más que sacar un título. Tras haber aprendido nociones de rugby con la gente del Gaztedi, disputa su segunda temporada en el equipo B de ese club, encuadrado en el grupo 1 de la Liga Vasca. Ya ha jugado el primer partido de la presente campaña y es delantero; habitualmente, segunda línea de la melé (los jugadores más grandes, que se arrodillan tras el talonador y los pilieres). A decir verdad, disfruta más como tercera, empujando por los flancos, pero últimamente no ha podido entrenar. «El motivo –explica– es que me trasladaron de Vitoria a la cárcel de Pamplona para estar cerca de mi hija y de mi madre, que tiene problemas de salud. Aquí necesito volver un poco más tarde a prisión para poder entrenar con un equipo local y luego desplazarme los fines de semana a jugar con el Gaztedi. Hasta ahora he cumplido los horarios religiosamente. Por eso estoy hablando contigo».
En su paso por Zaballa, Karlos obtuvo un aprobado en conducta y se enganchó al rugby con los voluntarios del Gaztedi, principalmente educadores y educadoras que trabajaron con él y con otros presos y presas sin salir del anonimato hasta que estuvieron seguros de que las sesiones se consolidaban. El club sólo las ha dado a conocer cuando parecen haber cuajado y hay intención de avanzar. «Hemos firmado un acuerdo con la Comisión Antisida de Álava», informa Ainhoa Belakortu.
Algunos logros importantes se han conseguido desde 2015, unos más profundos que otros. Porque antes de que el rugby asomara a sus vidas, ni Karlos ni los demás presos de Zaballa conocían demasiado en qué consistía el juego. A lo sumo, él había tenido un balón ovalado en las manos un par de veces en Pamplona, sin llegar a jugar, porque entonces lo encarcelaron por los atracos. El reencuentro con el rugby se produjo mucho después, cuando, ya condenado por el crimen de 2009, Instituciones Penitenciarias lo trasladó desde la prisión de Topas (Salamanca) a la de Álava, y allí se encontró con el proyecto académico de Ainhoa Belakortu y su compañera de curso.
Ainhoa recuerda cómo, con el respaldo del funcionario 'exrugbier', media docena de jugadores del Gaztedi comenzaron a mover el balón con los internos una vez por semana. Para cumplir las normas carcelarias, hombres y mujeres acabaron haciendo ejercicio por separado. «El primer día se presentaron muchísimos presos en el polideportivo de Zaballa», relata la joven. «El grupo masculino fue luego más estable, unos veinte cada vez. Algunos sabían algo de rugby, pero en general les interesaba hacer deporte. Con ellas fue diferente. El deporte lo tenían en un segundo plano. Preguntaban por qué íbamos a ayudarlas. Pero salir a la cancha era para ellas como dejarlas respirar».
Algunos internos progresaron rápido. «Practicábamos melés, hacíamos 'tocatas' (entregar el balón cuando te tocan bajo la cintura)», prosigue Ainhoa. «En Zaballa no hemos podido organizar partidos porque no tenemos campo, sólo hay uno de arena pequeño. Y tampoco podemos salir a jugar con otros equipos porque los presos que entrenan no tienen el perfil para recibir permisos». Sin embargo, Karlos era una excepción, porque él, tras acabar la ESO y haber aprobado el acceso a la universidad para mayores de 25 años, sí los recibía. «Un día nos preguntó si, además de entrenar en la cárcel, podía hacerlo fuera con el Gaztedi. Quería aprovechar el tiempo todo lo posible».
Cuando finalmente el recluso pasó de los permisos provisionales al régimen abierto (cursaba Paisajismo en Vitoria), estaba listo para saltar al campo con el Gaztedi B. Era la temporada pasada. «No olvidaré mi primer partido», asegura. «Fue contra el Zornotza. Entrenar y competir me permitió evitar otros ambientes, otras compañías. Es una rutina y aunque no nos guste, las rutinas son necesarias. Pero, sobre todo, el rugby me ha hecho madurar junto a mi equipo. Me recibieron… Es gente que no te pide nada. Cooperan y ya está. No sé cómo decirlo. Era la primera vez que alguien se preocupaba por mí. Nadie lo ha hecho en mi vida, salvo mi madre. La plantilla son mis amigos. He ido a comer con ellos, me han invitado a sus casas».
En el Gaztedi se les quedó grabado cómo se conducía Karlos cuando empezó a ser uno más en los entrenamientos, en los partidos y los terceros tiempos (la confraternización de los rivales tras el pitido final). «Las primeras veces no sabía cómo comportarse. Estaba en un bar y se lo veía confuso. Dudaba de si debía estar de pie o sentado», describe Ainhoa. El propio preso confiesa que apenas acertaba a manejar los cubiertos sentado a una mesa. «Llevaba tantos años con cuchillos de plástico que a veces me cortaba con uno metálico».
Hoy Karlos no sólo disputa una competición oficial; colabora como dinamizador del Gaztedi para enseñar rugby a chicos y chicas con síndrome de Down y otras discapacidades. Está pendiente de su madre y de su hija, de 12 años, que está a su cargo porque su exmujer tiene otro compañero e hijos con él. «Mi vida ha sido complicada», resume el recluso, que trata de reconstruir una historia marcada por la delincuencia y el sufrimiento ajeno. Y estos días aspira a obtener una pizca de tiempo fuera de prisión de Pamplona para entrenar antes de regresar a su celda.
No demasiado lejos de allí, en el Gaztedi Neskak, Ainhoa tampoco ve el momento de jugar, pero su problema es otro. «Me he lesionado la rodilla. Tengo un vendaje», se lamenta. Aunque se consuela pensando en que la estudiante que firmó el proyecto de Zaballa con ella también se ha apuntado al rugby.
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