Borrar
Buena parte de la grada de San Mamés estuvo vacía anoche, pero los aficionados se hicieron notar y vieron el duelo en comunión.

Ver fotos

Buena parte de la grada de San Mamés estuvo vacía anoche, pero los aficionados se hicieron notar y vieron el duelo en comunión. B. Agudo | L. A. Gómez | Agencias

San Mamés disfruta con las bestias más educadas

En La Catedral del fútbol, que no llegó a media entrada, el rugby ofrece un curso de fuerza y caballerosidad

J. Gómez Peña

Sábado, 12 de mayo 2018

Más que a un partido de fútbol, el rugby se parece a una ceremonia. San Mamés, a media asta -el público no ocupó ni la mitad de los asientos-, sintió sobre su césped como una estampida. Búfalos. Nada de jugadores fibrosos y hábiles. De repente, aquello se había llenado de tipos con pinta de cavernícolas. Kilos y kilos de sangre y sudor. Rostros primitivos que pateaban tras un balón achinado. La Catedral parecía el escenario de una batalla de la Edad Media. Cuerpo a cuerpo. Y no. La liturgia del rugby nada tiene que ver con la del fútbol. Aquí el respeto es la ley. Inviolable. Hasta el árbitro era distinto. En el fútbol actúa como una diana: la grada le insulta y los jugadores tratan continuamente de confundirle. En el rugby es más bien el director del coro. Todos le obedecen sin rechistar, incluidas las aficiones del Gloucester inglés y del Cardiff Blues galés. En un estadio de fútbol resulta extraña tanta caballerosidad. Un deporte así tiene valores de sobra como para ser asignatura escolar.

Ni la cerveza, obligatoria entre los aficionados, impide los buenos modos. El rugby, en el que todo es choque, crujir de huesos y placajes que hacen daño a la vista, resulta que es un pelea entre dos rivales bien educados. A las 20.45 horas, un cuarto de hora antes del inicio de la final de la Challenge Cup (la Europa League en fútbol), los bares de San Mamés tenían orden de cerrar el grifo. Fueron puntuales. Algún hincha británico corrió para apurar la última pinta. Ya llevaba unas cuantas. Los bares de los aledaños del campo son testigos. Eso sí, sin un solo altercado. Lo único que se saltó la norma fue un seguidor galés que, bien sumergido en cerveza, no tuvo fuerzas para alcanzar la puerta de acceso al estadio. Se tumbó, puso las luces de posición en la mirada y se dio una tregua. Se había quedado en la orilla.

Dentro de La Catedral el ambiente era expectante entre los aficionados vascos y de una pasión contenida entre los que vinieron de fuera. Apenas había banderas. San Mamés se le había quedado grande a la final. Aun así, el estadio disfrutó con un espectáculo insólito aquí y lleno de escenas fantásticas. En los primeros minutos, a Josh Navidi, del Cardiff, se le vino encima un rival. El rugby no es un deporte de contacto, sino de colisión. Quedó en el suelo. Un gigante al ras. Mientras el juego continuaba, las asistencias ingresaron en el campo y le palpaban los huesos. Ufff. Algo no iba bien. Estaba roto. Salió con un brazo en cabestrillo, ovacionado por las dos aficiones. Honor al caído.

Sin teatro

Con 5-3 a favor del Gloucester, los ingleses anotaron un ensayo. Pero al jugador que cruzó la raya se le escapó el balón justo antes de apoyarlo en el suelo para dar validez a la internada. El colegiado detuvo la final. Había que repasar las cámaras de televisión. Todos levantaron sus tremendas frentes hacia los videomarcadores. El árbitro no dudó. No había sido ensayo. Nadie protestó. Ni el público. La deportividad es la norma. El rugby carece del elemento teatral del fútbol, donde tantos jugadores se convierten en actores, fingen y tratan de sacar beneficio de sus tretas. Nada que ver con el partido que ayer disputaron el Cardiff y el Gloucester, más salvaje y más limpio.

Y eso que, como alguien dijo, la relación entre galeses e ingleses se basa en la confianza y el entendimiento. «Ellos no confían en nosotros y nosotros no les entendemos». Esa rivalidad ancestral se reflejó sobre el césped. Había un título europeo en juego. Licencia para matar, eso sí, según el código de los caballeros. Duelo a primera sangre. Al descanso, el Gloucester mandaba por 6-20. Pero ni a sus aficionados les daba por la euforia ni a los del Cardiff por el abatimiento. Reparto de aplausos en el camino a los vestuarios.

La segunda mitad fue todavía más intensa. Fuerza, velocidad y agallas. De eso tiraron los galeses, que se arrimaron hasta el 16-20. Y luego, con un ensayo de Smith, se adelantaron 21-20. San Mamés bramó al fin con la remontada. La hinchada galesa era más caliente. Pese que el estadio no presentaba ni media entrada, la igualdad en el marcador subió el volumen del campo. «¡Ohhhhh!», se escuchó en la grada tras un brutal y certero placaje al galés Anscombe. Fue un golpe demoledor. Y no hubo ni un mal gesto, ni siquiera un quejido. En cuanto pudo, el galés se levantó. En el último minuto, Anscombe lanzó el golpe de castigo que le dio al Cardiff el título (31-30). Mientras se preparaba para el lanzamiento, San Mamés calló para facilitar su concentración. Respeto. Deportividad. Al final, todos, ganadores y vencidos, compartieron abrazo. Bestias y caballeros. El Gloucester le hizo el pasillo al campeón. Como dicta la ley del rugby.

Publicidad

Publicidad

Publicidad

Publicidad

Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios

elcorreo San Mamés disfruta con las bestias más educadas