«Lo peor que puedes decir a un maratoniano el día de la carrera es '¡qué buen aspecto tienes! Tú lo que de verdad debes tener es cara de muerto de hambre, de miserable. Para eso te has matado en los entrenamientos. Que te digan ... que te ven bien es como una patada». Martín Fiz recuerda esta y muchas otras anécdotas de aquel mes de agosto de 1995 en el que se proclamó campeón del mundo de maratón. Tal día como hoy, alzó los brazos en un repleto estadio Ullevi de Gotemburgo, entre incrédulo, agotado y sobrepasado por la emoción. Han pasado 25 años desde el mayor éxito del atletismo vasco en su historia y uno de los hitos del deporte español.
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«Me acuerdo que aquel día estaba bastante nervioso. Bueno, yo paso 24 horas al día nervioso -abunda Martín-. Pero aquel día... Saludaba a uno, a otro; hablaba con todo el mundo y es que a mí me gusta estar al cabo de todo. Hay gente que antes de las carreras se encierra en sí mismo. Yo, no». Fiz recuerda los días previos como un frenesí de ruedas de prensa, compromisos y agitación general que normalmente no son buenos compañeros de un competidor ante la cita de su vida. «Fue tremendo. Intentaba canalizar todo eso al exterior, no comerme nada. Yo debía parecer feliz y confiado, aunque estaba tan acojonado como el que más». Después de haberse proclamado campeón de Europa el año anterior, sentía «mucha responsabilidad. No podía cagarla. Por allí veía kenianos, etíopes, el brasileño... Buf, iba a ser muy difícil».
Martín Fiz llegaba a aquel maratón con 54 kilos de peso, semanas en las que superaba los 210 kilómetros de entrenamiento (repartidas en 13 sesiones; 30 kilómetros al día) y un ojo atento a los gemelos, sobre los que el fisioterapeuta de la selección española había puesto sus manos. «Te fibrilan más que las lumbares», le aconsejaba.
«Hacía mucho calor, 27 grados, y con esa temperatura se iba a producir muchísimo desgaste». La carrera empezó lenta. «Eran tres vueltas a un circuito urbano, muy sinuoso, y nadie quería tomar el mado». A partir del kilómetro 21 la prueba se aceleró y en el 27 el brasileño Luiz dos Santos (bronce) atacó fuerte. «Yo no iba a responder a todos los tirones, sino a ir a mi ritmo. Pero claro, una cosa es la estrategia y otra son los momentos de duda que siempre te entran. La cabeza es horrible. Dudas de si estás sudando demasiado, de si los demás van mejor que tú o de si un mal paso te va a llevar al suelo. Vas al límite y tu mente busca cualquier excusa para parar y mandarlo todo a la mierda».
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camino a meta
El ataque del brasileño quedó en un amago ante el hachazo más profundo del mexicano Dionisio Cerón (plata) en el kilómetro 38. «Fue un rato angustioso. Por un lado yo pensaba que si quedaba segundo o tercero no estaba nada mal. Pero resulta que le fui comiendo terreno». Nada extraño cuando el alavés estaba culminando aquella fase final a 2.53 minutos el kilómetro. Ese ritmo brutal le llevó a superar a Cerón hasta con cierta suficiencia. Aparentemente. «Yo iba deshecho. Preocupadísimo por tener cualquier imprevisto, una caída, un tirón... Pero había que tirar». Con el corazón, con las tripas. «Ya no estaba para estrategias, yo iba fijo en mi ritmo, tirando a tope. Disfrutando y sufriendo. ¡Cómo me dolían los pies!».
en vitoria
En la recta de meta, tuvo tiempo hasta de ponerse las gafas y entrar como un triunfador. Todos los dolores desaparecieron y volvió a sumergirse en una vorágine casi irreal de entrevistas, llamadas, celebraciones y regreso. Una centrifugadora de sentimientos que se derramó cuatro días después en el bosque de Armentia. «Fui a trotar, andar un poco. A estar solo. Y ahí me vino todo encima. Lloré un buen rato, casi sin creerme aún que yo era el campeón del mundo de maratón. Quién me lo iba a decir sólo unos pocos años antes. Que decidí probar en esta distancia simplemente por alargar mi carrera deportiva y no para ser campeón».
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