Escribo esto aún sin poder creer que te has ido. Toda la vida juntando letras y ahora lo único que me salen son lágrimas de rabia. Y un inmenso agradecimiento por haberte conocido y por haberte tenido en nuestras vidas. Solo alguien como tú podía ... lograr que alguien como yo aprendiera a darle a la bola de golf sin saber ni cómo se cogía un palo. Unas cuantas mañanas te pasaste explicándome lo que era un par tres, un birdie o un albatros. Uno de los momentos de alegría más genuina que recuerdo antes de que el maldito bicho nos quitara tantas cosas es aquel golpe en el que por pura chiripa la bolita entró desde bastante lejos. Qué subidón, qué abrazo os di. Tú, en lugar de decirme lo obvio, aquello de la suerte del principiante y que mejor siguiera con el yoga, que era más lo mío, me regalaste una visera rosa para mis futuros hoyos y me llevaste a la escuela de Celles, de donde salió un campeón como Rahm, para que mejorara mi swing. Solo alguien con tu manera de ver la vida podía recorrer kilómetros a las dos de la tarde a cuarenta grados para que tus amigos, o sea nosotros, pudieran bañarse en la cala más bonita de Sicilia. Estoy segura de que hoy te hubiera preguntado por lo último de tu adorado Calamaro con C. Tangana y habríamos arreglado el mundo un ratito. Así eras tú, capaz de entusiasmarte con las cosas que nos hacen humanos, con las cosas pequeñas que dan sentido a la palabra amistad. Al último concierto antes de que el covid nos apagara la banda sonora de la vida fuimos juntos. Ahora seguro que das palmas ahí arriba sin perder nunca el ritmo y tarareas estrofas con esa voz de película tan tuya. Y la música seguirá sonando en nuestros corazones al compás de tu sonrisa. Eres un grande, amigo.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Accede todo un mes por solo 0,99€

Publicidad