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Desde que vi su actuación en la ceremonia de clausura de los Juegos de Río, a Shinzo Abe siempre le imagino en el papel de Mario Bros, corriendo por canales y tuberías y emergiendo triunfal desde el mismo centro de Maracaná para anunciar al mundo ... las buena nueva de Tokio 2020. De la misma manera que algunos actores se encasillan sin remedio en un personaje, yo al presidente de Japón le he encasillado para siempre en la figura del caballeroso y perseverante fontanero de Nintendo. Es natural, por tanto, que no me haya sorprendido que Abe haya aguantado hasta el final, hasta el límite mismo que separa la responsabilidad del absurdo, para anunciar finalmente el aplazamiento de los Juegos de Tokio.
Que los japoneses no se rinden fácilmente lo sabemos todos. A lo largo de la historia han dado sobrados ejemplos, algunos de ellos realmente trágicos. Pero había batallas perdidas y ésta era una de ellas. Thomas Bach, el presidente del COI, lo sabía mejor que nadie desde hace varias semanas. Su maniobra del lunes anunciando que se daban «cuatro semanas de plazo» para tomar una decisión definitiva sobre los Juegos no dejó de ser una trampa. O digámoslo de un modo más fino: un engaño sutil propio de un antiguo campeón olímpico de florete como él. Bach, sencillamente, quería que fuese el Gobierno japonés el que, abrumado por las evidencias, diera el paso al frente y adoptara la única decisión que podía tomarse en estos momentos, con 1.700 millones de personas confinadas en todo el mundo.
Todos entendemos que no era fácil tomarla. Se podría escribir un libro sólo citando sus implicaciones más evidentes. Japón, además, se había tomado los Juegos como una cuestión de orgullo nacional y se había volcado en ellos como se vuelcan los japoneses cuando tienen la intención de deslumbrar. Ya lo hicieron en 1964. Fueron los primeros Juegos que se transmitieron en color y en los que se utilizó la cámara lenta. Y sirvieron para anunciar al mundo el gran país que estaba renaciendo. El último relevo de la antorcha de Tokio 1964 lo dio Yhosinori Sakai, el bebé de Hiroshima, un atleta que había nacido el mismo día de la explosión de la bomba atómica en su ciudad. Recuerdo ahora lo de la antorcha porque el periplo de la actual ya estaba siendo un mal augurio. La suspensión de los relevos pocas horas después de la ceremonia de encendido en Olimpia, la visión de algunos espectadores con mascarillas, la entrega de la llama olímpica en una oficina... El Comité Organizador de Tokio 2020 quería seguir con el recorrido mañana mismo en Fukushima, otra ciudad con una gran carga simbólica, víctima del tsunami y de la catástrofe nuclear en 2011, pero ya ha desistido. Menos mal.
La verdad es que se trata de una buena noticia. El aplazamiento, digo. No me extraña que la inmensa mayoría de los comités olímpicos nacionales y las distintas federaciones internacionales lo estén celebrando con alivio. No sólo se trata de que posponer los Juegos un año vaya a garantizar la igualdad de los deportistas y salvaguardar su salud, como valoró ayer en su cuenta de twitter el presidente del Comité Olímpico español, Alejandro Blanco. Esto es fundamental, por supuesto. Pero también lo es evitar los efectos catastróficos de la chapuza que hubiera sido mantener contra viento y marea la cita de Tokio para las fechas previstas. Hubieran sido unos Juegos malditos, alejados por completo del espíritu olímpico, plegados a intereses comerciales y políticos... El descrédito para el COI hubiera sido brutal. Una cosa es soportar boicots de algunos países, escándalos de dopaje, manejos turbios en la elección de las sedes... Y otra mucho peor organizar unos Juegos que serían, ante los ojos del mundo, una gran derrota en sí mismos. Mucho mejor que sean, como ya desea Shinzo Abe tras resignarse a la evidencia, «el testamento del triunfo sobre la infección».
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