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Cuenta una fábula que iba un ciempiés caminando por el bosque, cuando la araña, envidiosa por la elegancia del movimiento del animal, se acercó a él y le preguntó: ¿cómo haces para andar con tantas patas? Cuando el ciempiés lo pensó para intentar explicárselo, sus ... pies dejaron de obedecer, tropezó y se cayó al suelo. «Es que cuando a mí me preguntan cómo hago un mortal no sé explicarlo, son movimientos automatizados en los que no piensas», dice Nicolás García Boissier (Canarias, 1995), «simplemente hago así -chasca los dedos- y me sale». En la piscina del Centro Acuático de Saint-Denis, que acoge este viernes las pruebas de salto de trampolín, el español se seca con la toalla con la que siempre vemos a estos atletas. A su lado, Adrián Abadía (Mallorca, 2002) escucha atento. Porque si Nicolás es expansivo y disfruta explicando en qué consiste controlar tu cuerpo mientras te contorsionas en el aire, él tiene una actitud observadora, más prudente, y tarda en responder: «Cuando empiezas a controlar tu cuerpo, el movimiento es pura intuición y en la cabeza te sale todo solo», dice, y simplemente hay que mirar a la piscina, donde sus futuros contrincantes ensayan sus saltos, para creerle.
Muchas parejas son físicamente idénticas. Pero en el caso español uno es rubio y otro moreno, uno alto y otro bajo, uno fibroso, fino y alto, y el otro musculado y más bajo, de piel más oscura frente a la piel más clara; uno está a punto de acabar Ingeniería naval y el otro quiere ser enfermero. ¿Se puede ser más distinto?, te preguntas antes de iniciar la entrevista mientras los ves avanzar hasta la punta del trampolín. Entonces, cuando toman impulso, primero una vez (y la plataforma baja lo mismo), luego otra, (y la plataforma cruje en la misma frecuencia) y sus dedos de los pies se elevan lo mismo hasta salir despedidos, dejas de ver sus cuerpos distintos y solo ves un halo. En el aire, cualquier diferencia física, emocional, identitaria y hasta de acento se diluye hasta hacerlos mutar en aves que despliegan y encogen sus alas para domar el aire a su santo antojo. Y tú, que miras desde abajo con tu cuerpo básico, torpe y pegado al suelo, los ves sumergirse en el agua y piensas que no todo se puede explicar, que intentar hacerlo te convierte en la araña de la fábula.
¿Sintieron desde el principio esta conexión? «La pareja llegó por descarte, soy el segundo plato», dice Adrián con la confianza con que uno bromea en casa. «Nos dimos cuenta de que había algo en nuestro preolímpico de Tokyo, cuando nos quedamos a una plaza de clasificar, a pesar de que habíamos empezado a entrenar solo dos semanas antes (Nicolás iba a acudir con su hermano, su pareja entonces). Ese 'algo' que se vio ante de Tokyo se tradujo en la primera medalla que ha conseguido nuestro país en esta disciplina: el bronce en el Mundial de Doha el pasado febrero, dirigidos por Domenico Rinaldi (olímpico con Italia en dos ocasiones y artífice del empuje español). ¿Cómo es posible que estuvieran a punto de clasificarse sin apenas conocerse en una disciplina como trampolín simétrico? «Nuestros entrenadores compartían la misma base técnica; era cuestión de ajustar un par de cosillas, llegar a la vez a la punta y, una vez ahí, como el salto lo hemos aprendido igual desde pequeños, el salto sale solo». Y sí, ahí son simétricos, siameses casi, pero «solo cuando se suben al trampolín», dice rápido Adrián, como marcando una distancia con el tópico que trae su disciplina: «Fuera del trampolín él hace su calentamiento y yo hago el mío con ejercicios totalmente diferentes», dice. «Solo nos juntamos a la hora de subirnos al trampolín, después, cada uno tiene sus cosas, sus rutinas, y esa parte la respetamos mucho. Ya hemos vivido juntos durante un año, pero no queremos saturar la relación», dicen riéndose a la vez, como harán durante toda la entrevista.
Ambos empezaron de niños. Nicolás quería hacer fútbol, pero su madre no le firmó la ficha: «Hacía varios deportes, pero me dijo tú vas a saltar, que no se te da muy mal, y mira, aquí he llegado». En el caso de Adrián, fue su abuela: «Vio un trampolín, lo que hacían otros niños, y me apuntó y no he salido de ahí desde entonces. En Mallorca no tenía opción de hacer plataforma y con el paso del tiempo, aunque hagas uno u otro, te vas especializado. Siempre habrá algún McGiver que haga las dos, pero normalmente la gente se especializa». ¿El agua duele para un niño, temían sus padres las caídas desde tan alto? Ambos niegan a la vez con la cabeza: «Claro que el agua duele, yo me he dado unos cuantos porrazos, pero no es peligroso», dice Adrián. Y Nicolás, que empezó en plataforma y lo cambió por el trampolín donde no teme la altura, añade que «a diferencia de otros deportes, que si te caes puedes romperte un brazo o una pierna, aquí te das un planchazo y a los diez minutos se te ha pasado y vuelves a subirte al trampolín».
Con 88 licencias federativas, el salto sigue siendo minoritario en España. «No creo que sea un problema de ganas de saltar sino de infraestructuras. Son muy pocas piscinas en nuestro país con torres de salto; apenas hay cinco o seis, y cuatro clubes. Es complicado que incrementen las licencias si no hay más instalaciones. Ojalá que un buen papel aquí ayude», dice Nicolás. ¿Y esperan ese buen papel? «Nuestra serie es la más fácil de las ocho, en cuanto a dificultad no podemos competir, si lo hacemos bien y el resto lo hace bien, se nos complica la medalla, pero en el momento que alguno falle y nosotros lo hagamos como estamos entrenando, del top 5 no creo que bajemos».
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