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En las competiciones de natación, en las calles principales corren los nadadores que tienen mejores tiempos mientras que en las calles exteriores se colocan los que tienen peor registro. Por eso, las carreras, cuando las ves por la televisión, tienen esa estética de navegación humana. ... La noche del martes, en la piscina de La Defense, el mascarón de proa de la semifinal de 100 metros mariposa era Leon Marchand; todo el estadio gritaba su nombre, y es posible imaginarlos hoy afónicos. Porque tener un héroe al que adorar te deja sin voz y mudo a todo lo que no tenga que ver con sentirte parte de esa superioridad deportiva que se te pega por ósmosis, como si tú también te hubieras levantado durante los últimos cuatro años a las cinco de la mañana para ir a la piscina, nadando hasta que te dejan de doler las extremidades, entrenando hasta que dotas tu cuerpo de cualidades anfibias. Ahí, en las gradas, viendo el mascarón de proa de Francia abrir las aguas, la voz de los aficionados galos se transformaba en grito, en vítores, en gorgoritos pletóricos. En medio de esa fiesta de luz y fraternidad nadaba por la calle 8 el español Arbidel González y ahí, en su forma colosal de salir a la superficie con cada batida, en el orgullo con que vimos cómo batía los brazos que eran alas contra algunos de los mejores nadadores del mundo, fue posible percibir el silencio que engulle a los que pierden.
¿Qué perdemos en realidad al perder? No solo perdemos medallas y pruebas sino que perdemos la opción de sentir fe en el método, perdemos la confianza en la posibilidad de llegar más lejos y más alto, de mirar a la cara a países que comparten nuestro PIB, perdemos un pellizco de orgullo, perdemos la legitimidad para exigir más inversión que logre no solo fichas federativas sino un magma social repleto de opciones competitivas y reemplazos, de público cómplice y formado, de infraestructuras. No se engañen, en París no solo perdemos metales, perdemos una idea de país que se merece ser competitivo más allá de los Juegos.
Perder conlleva por ejemplo quedarte sin opciones para seguir disputando al máximo nivel tu disciplina. Es lo que le sucedió a la esgrimista Lucía Martín-Portugués. La madrileña llegaba como cuarta favorita del mundo, después de varios años conquistando imperios con el equipo femenino apodado 'Las chicas del sable'. Era 'medallable'. Pero en el sorteo le tocó el coco, la húngara Anna Marton, la que fuera campeona del mundo en 2023, y aunque venía de una lesión y en el ránking estaba lejos de la española, la derrota fue un visto y no visto. «¡Qué vergüenza! Perder en primera ronda y venía a por medalla», dijo a los periodistas aún con el sudor en la cara, con las manos vacías y también la mirada, porque en ese momento ella no veía el Grand Palais donde había debutado sino su propio futuro borroso en la esgrima profesional: al perder en dieciseisavos, no podrá acceder a una beca directa con la que asegurar su preparación durante los próximos cuatro años. Solo un día después, hizo las maletas y volvió a Madrid. Y lejos de recibir el apoyo de la afición que horas antes estaba deseosa de quedarse afónica con cualquier deportista que porte sus colores, lo que recibió al aterrizar fue un chaparrón de críticas que provocaron que la esgrimista lanzara anoche un comunicado para pedir respeto ante esa «gente que ha decidido criticarme por perder en segunda ronda en vez de alegrarse por todo lo que he conseguido para mi país en todo este ciclo olímpico».
Salvo en casos sonados como el de la esgrimista, en torno a la derrota suele haber silencios. Quién quiere hablar de perder. En qué te convierte ser peor que otros. El problema es que la derrota engulle todo, cuando deberíamos ver también la victoria que hay detrás de según qué pérdidas: ¿Quién en su sano juicio criticaría la octava plaza de Alberto Fernández en triatlón y su diploma olímpico? ¿O el debut con derrota de Laura Fuertes en boxeo abriendo paso a las mujeres en este deporte por primera vez en la historia? ¿O el diploma que ya tiene asegurada la pareja de saltos formada por Nicolás García Boissier y Adrián Abadía, hagan lo que hagan mañana? Por cierto, compiten en trampolín de tres metros porque era lo único que había en la piscina donde entrenaba Abadía. En febrero lograron la primera medalla para esta disciplina en nuestro país en toda la historia, y son un milagro competitivo surgido entre las escasas 88 licencias que hay en España y los cuatro clubes. Saltarán entre los mejores del mundo. Harán seis veces ese salto, seis ocasiones para repensar el significado de ganar o perder.
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