Tengo la impresión de que los estadounidenses aún conservan en parte la sangre de los colonos y de ahí su afán explorador en la búsqueda de una tierra fértil para construirse (o comprar) una casa. Antes lo hacían en carros y ahora en coche –quien ... no tenga uno en este país está perdido porque todo está pensado para una vida motorizada–. Las carreteras son todas muy parecidas. Carriles y carriles con eternos bosques en ambos márgenes que ocultan los caminos hacia pueblos, barrios, suburbios, grupos de viviendas... Como ocurría con los colonos, aún subsiste una naturaleza salvaje a escasos metros de los hogares en la que algunos animales campan a sus anchas y otros socializan con los seres humanos. He podido comprobar que lo de los mapaches hurgando en cubos de basura para buscar comida –un clásico de las películas– ocurre con mucha frecuencia. Y no sólo mapaches. La fauna abunda junto a los hogares.

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Esta vez la casa que nos sirve de cuartel general a mí y a mis colegas de Ten Golf, Alejandro Rodríguez y David Durán, no es unifamiliar y tampoco está aislada. Estamos en un área residencial, a diez kilómetros de Boston, en un piso de una edificación típica de Massachusetts, de madera y con tres alturas. Tiene dos terrazas, una en el salón y otra en mi habitación. ¿Suena bien, eh? Lo de la terraza, digo. El problema es que cuando cae la noche el balcón se convierte en uno de los principales lugares de encuentro de las especies asentadas en la zona. Me sienten, saben que estoy ahí, porque las veces que me he levantado y he descorrido la cortina ya se habían evaporado. Minutos después de meterme de nuevo en la cama se repiten los ruidos extraños, los pasos, las carreras, los graznidos... Son como los estudiantes que hablan animadamente de sus cosas y enmudecen de golpe cuando el profesor entra en el aula.

Las ardillas son como de la familia. Las ves en todas partes. Tienen ese aire grácil que las hace tan divertidas. A la mañana, cuando me asomo a la ventana, ahí están trepando a los árboles a toda velocidad, como en una carrera de relevos. No es extraño que se te acerquen cuando sales del portal o del coche. No sé si también tomarán parte en el coloquio nocturno animal de mi terraza o si el foro está reservado a animales que prefieren mantenerse en el anonimato. El caso es que la segunda noche, mientras ahí fuera el debate se estaba animando, escuché un sonido raro dentro del cuarto. Era como un murmullo y llegaba a ráfagas, como un interruptor que se enciende y se apaga sin cesar. Mis sentidos se activaron y busqué sin éxito en la negrura. De repente, una sombra sobrevoló la habitación. Di la luz y ahí estaba en la puerta del armario. Una gigantesca polilla quería compartir –o colonizar– mi espacio.

No exagero con lo del tamaño. En serio. Y en este caso sí importa. En cuanto me movía, la enorme polilla cambiaba de pista de aterrizaje. Notaba hasta el aire del batir de sus alas. La discusión animal de fuera no cesaba. Una fiesta, vamos, tanto dentro como en la terraza. Conseguí hacerme con una toalla (mediana). La idea era cogerla con la delicadeza que me fuera posible y devolverla a su hábitat natural. E intentar hacerlo en silencio para no despertar a mis compañeros de viaje. Pero me resultó imposible. Después de varios intentos ridículos decidí volver a la cama, apagar la luz y quedarme muy quieto. Era una oferta de tregua. La polilla debió aceptarla porque el silencio retornó. El de dentro digo. La charla en el balcón había subido de tono y en idiomas distintos. No recuerdo en qué momento me quedé dormido. Al despertar ya no vi a la polilla. Pero eso no significa que no esté. Ya les contaré.

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