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El aeropuerto internacional de Los Ángeles tiene sus propios códigos y es tan gigante que todos los indicadores empequeñecen como la letra de los prospectos ... o la que acompaña a los asteriscos a pie de página. Salir de la terminal es relativamente sencillo porque los carteles de 'Exit' todavía mantienen cierta dignidad en este hábitat de enormidad aplastante, pero una vez en el exterior encontrar lo que buscas es como jugar a la ruleta. Este enviado especial y Alejandro Rodríguez, de Ten Golf, compañero de fatigas en esta nueva aventura en el US Open, apostamos al negro en la búsqueda de la parada de autobús para llegar al edificio de alquiler de coches y por supuesto salió rojo. Primero fuimos a la izquierda cuando había que ir a la derecha y luego lo hicimos al revés para llegar al mismo sitio, como exploradores en prácticas.
La conductora de un autocar adornado con decenas de logotipos de empresas de 'renting' de vehículos nos vio tan desorientados que nos abrió la puerta para que subiéramos casi en marcha. Las carreteras que circundan el aeropuerto conforman un 'escape room' infernal al aire libre –¿cómo he mejorado mi inglés, eh?– en el que miles de automovilistas luchan por encontrar un desvío. Cuando nos dimos cuenta de que en el listado de marcas de alquiler de coches no estaba la nuestra ya era demasiado tarde. Se lo dijimos a la conductora cuando todos los pasajeros bajaron del bus. Elisabeth M. se llama. Nuestras caras debían ser un poema porque nos dijo que a la vuelta iba a dar un pequeño rodeo para dejarnos muy cerca de nuestro destino. Cantaba risueña al volante y no dejaba de repetirnos que estábamos en buenas manos.
Cuando se detuvo frente a 'nuestra' oficina comprendimos que un ángel había conseguido atravesar el incesante tráfico aéreo del cielo californiano para rescatarnos. Ya dentro del coche revivimos a la voz de Google Maps –no sé qué haríamos sin ella– y le pedimos que nos guiara hasta una calle concreta de Beverly Hills, donde tenemos el cuartel general. Me imagino que a alguien se le habrán quedado los ojos a cuadros al leer Beverly Hills, una zona colonizada por los casoplones del famoseo multimillonario. Claro que de eso hay, aunque las residencias de los ricos y ricas hay que intuirlas porque los muros forestales que las protegen son más altos y más largos que el de la muralla china. Ganan sin embargo las zonas residenciales y las áreas salpicadas de edificios de apartamentos de un máximo de tres alturas con garajes subterráneos.
Llegamos a casa casi a la hora de cenar, pero dejamos las maletas y casi sin pensarlo fuimos a dar un paseo para reconocer el terreno. A la izquierda del portal una avenida muere en una de las colinas tan de Los Ángeles que salen en multitud de películas y series. Pronto nos dimos cuenta de que el barrio es un hábitat de contrastes y que cada muy pocos metros hay fronteras invisibles que establecen las diferencias de clase –económica al menos–. Hay una calle con tiendas de decoración para todos los públicos en una acera y de una exclusividad insultante en la otra. Cerca de esta última, en la entrada de un local que luego hemos comprobado que está de moda en Los Ángeles, una pareja agarra sendas correas. Sujetan como pueden a dos cabras con abriguitos de color rojo y azul que parecen inquietas. ¿Quizás no admitían a las mascotas?
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