Cada deporte tiene sus normas y sus códigos. Y el golf es prolijo como ninguno en este capítulo. No hablo sólo de las reglas de juego y etiqueta para los profesionales –aprendérselas es como intentar leer al revés esternocleidomastoideo–, sino también para los aficionados y ... los periodistas que salen al campo. Este enviado especial ha recibido varios cursos acelerados de sus colegas en varios torneos para saber moverme con cierta soltura por los tees, las calles y los greenes sin molestar a los jugadores y mimetizarme con los aficionados. Se trata de verlo casi todo y pasar desapercibido. Creo que he progresado adecuadamente (es una impresión subjetiva, por supuesto), pero todavía estoy en prácticas. Por resumirlo: Southern Hills es estos días un gigantesco hormiguero habitado por miles de congéneres en el que debe imperar el orden. Si alguien se sale del camino, la mariposa puede aletear y desatarse el caos.
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Y en esta obsesión por mantener el (siempre necesario) orden en las sedes de los torneos cuando surge un elemento ideado por la humanidad hace siglos y que no ha podido ser eliminado por las tecnologías más avanzadas: la cuerda. Sí, han leído bien. Kilómetros y kilómetros de ella delimitan en el recorrido las zonas habilitadas para los espectadores y medios de comunicación y demarcan las infranqueables, las reservadas a jugadores y caddies –algunos periodistas pueden caminar junto a ellos, pero son los menos–. Pero claro, la gente necesita cruzar de vez en cuando por el centro de las calles para desplazarse de un hoyo a otro. No va a estar siempre en el mismo sitio. También está pensado. Hay sectores vigilados por los llamémosles vigilantes de las cuerdas en las que éstas pueden abrirse transitoriamente para que los aficionados puedan conquistar todas las banderas. Es como un paso a nivel pero manual.
Dicho así parece sencillo, pero tiene su aquel. El más ligero error en la elección de la ribera de una calle puede obligarte a dar vueltas y vueltas hasta encontrar uno de los vados. El otro día me desorienté y casi tengo que activar el google maps para regresar al centro de prensa. En esa vuelta al mundo fui de listo y claro... Me explico. Las 'puertas' de cuerdas están muy solicitadas y suelen reunirse junto a ellas cientos de personas en espera de que los guardianes las abran.
Pero yo encontré una semivacía y pensé 'esta es la mía'. «No hay atajo bueno», solía advertirme mi padre. Qué razón tenía. Allí me coloqué, solo. A mi derecha, a unos metros, un gentío. A mi izquierda, otro. Me sorprendió, pero no le di importancia. De repente se levantó el viento y una gran humareda con olor a barbacoa americana me dejó sin respiración. Un intenso aroma a hamburguesa y perrito caliente se apoderó de mi ropa y de mi pelo.
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Seguí mi camino ahumado y contra las cuerdas. Me vine arriba en cualquier caso porque después de mucho caminar ya divisaba al fondo las gradas del hoyo 10. Detrás está la gigantesca carpa habilitada para los medios de comunicación. Me detuve un instante en lo alto de las escaleras porque había tres jugadores en el tee. Oteé la calle y comprobé que las cuerdas también regalan escenas bellas y divertidas.
Los aficionados sacan la cabeza todo lo que pueden para ver los golpes de sus ídolos y, cuando estos los ejecutan, todos siguen la bola hasta que llega a su destino. Después, vuelta a empezar. Es como una coreografía de natación sincronizada pero en versión campo de golf. Cuando llegué al centro de prensa les conté lo de la coreografía a algunos colegas y me miraron perplejos. A dos de ellos les había dicho en el campo «id yendo, que ahora os cojo». «¿Pero dónde te habías metido?», me preguntaron.
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