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30 de septiembre de 2021. Ferencvaros – Betis. Partido de la Europa League. El canterano Rodri recibe un balón en la banda. Lo pone raso, hacia el punto de penalti. Nabil Fekir se desmarca entre cuatro hombres y, con la pierna mala (o, mejor dicho, la menos buena de las dos) hace un control dirigido elevando la pelota y, sin dejarla caer, la rompe para batir al portero. Rodri estalla de alegría; alza los brazos, como el resto del equipo. Fekir se limita, con gesto mesurado, a guiñarle el ojo. Los 700 seguidores verdiblancos desplazados a Hungría se muestran exultantes. En un bar de un pueblo sevillano, los aficionados béticos gritan y se abrazan. En la repetición de la espectacular jugada, uno de ellos sentencia, mientras apura la cerveza: «Y Fekir, ¿por qué no celebra el gol?». Y él mismo se responde: «Es más frío que una cadena de columpio, quillo».
En la ciudad de la Macarena, la Feria y la Maestranza, donde la manifestación apasionada de las emociones se considera expresión de un modo de vida distintivo, los tipos como Fekir dejan, a algunos, helados. El galo juega con intensidad, aunque sin pasión. En comparación con jugadores temperamentales como Poli Rincón, Fekir parece aceptar el gol con cierta indiferencia, sin arrebatos.
Desde luego, hay muchas razones por las que algunos jugadores no se muestran efusivos tras el gol o, incluso, no lo celebran en absoluto. Una de las más habituales se produce cuando el futbolista anota un tanto contra el equipo donde se formó o donde jugó durante años. Es habitual, entonces, contener la alegría, incluso pedir explícitamente perdón a la grada, como hizo Mohamed Salah cuando marcó dos goles a la Roma, su antiguo equipo. Otras veces, el gol fue un «churro», porque rebotó en un contrario o simplemente el viento convirtió un centro mediocre en un envenenado y zigzagueante disparo que se cuela por la escuadra. No celebrar el tanto supone un acto de humildad: el gol carece de mérito.
Ante su hinchada, el jugador con semblante circunspecto tras anotar un gol puede querer mostrar así su decepción, incluso su enfado: con el entrenador que no le pone, con los aficionados propios que le pitan. Supone una exhibición de valía acompañada del reconocimiento de que la conexión entre el jugador y la grada (o el entrenador) se ha quebrado.
En campo contrario, tampoco hacen falta aspavientos para hacer daño donde más duele. Un killer de área puede causar mayor enojo a la hinchada que le odia, dirigiéndose a ella, después de un tanto, y permaneciendo serio, con los brazos cruzados, como una estatua, regalando una mirada entre displicente y burlona. Cristiano Ronaldo lo hace a veces y le critican por ello. Con su mirada al tendido, parece querer expresar desafiante: «¿Pensabais que no iba a meter aquí también, que me acobardaría con vuestros pitidos?».
La presunta inexpresividad tiene a veces algo de soberbia. Algunos jugadores se vuelven locos y corren por todo el campo tras anotar, pero a Cantona y otros de su estilo les gusta quedarse inmóviles, asintiendo con la cabeza, regodeándose de su genialidad, como sugiriendo que haber metido aquel gol increíble resulta algo natural en ellos, y que no están dispuestos a tanta alharaca. El jugador italiano, Mario Balotelli, también desprende la misma vanidad, pero en su caso añade algo desconcertante: «No celebro mis goles porque es mi trabajo. Cuando un cartero entrega una carta, ¿acaso lo celebra?». Desde luego, aunque el gol es la explosión orgásmica del fútbol, algunos futbolistas veteranos te cuentan que, con el tiempo, pierdes la efervescencia de la juventud, cuando llevas demasiado tiempo casado con la pelota.
El fútbol es un teatro y los significados de las acciones, múltiples. La parquedad de expresiones puede denotar frecuentemente autocomplacencia y chulería, aunque, también, por el contrario, respeto por el rival. En un Rayo Vallecano 0 – Barcelona 7, Pujol corrió hacia donde Alves y Thiago estaban celebrando un gol con un bailecito que parecía innecesariamente humillante. Guardiola pidió perdón por el comportamiento de sus jugadores.
La Kinésica —la ciencia que estudia el lenguaje corporal— nos dice que el silencio, la inmovilidad y la contención expresiva también comunican significados. Incluso que estos albergan a veces más hondura, porque juegan con la ambigüedad o la polisemia. Al aficionado del bar, el gesto de Fekir le pareció frío, propio de un pasota. Pero su compañero de al lado sugería otra interpretación, cada vez que repitieron la jugada por la tele: «Fácil…, el fútbol es fácil» (para los que son buenísimos, claro).
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