La vida es un partido que siempre termina mal, pero mientras tanto, y tal vez por eso, no da igual el modo de jugarlo. Puede que eso sea lo único importante. Diego Armando Maradona fue el personaje principal, sin nadie que pudiera hacerle sombra, de ... una novela excesiva, de una de esas películas clásicas de ascensión y caída que se suelen ambientar en el mundo del boxeo. Era el niño de arrabal que juega en los descampados y cualquiera que sepa un poco de fútbol y lo vea manejar la zurda, con la que podía dar cientos de toques a una naranja, advierte que va a llegar muy lejos. Si la vida se condensara en unos instantes, serían los del gol más hermoso de la historia, el que marcó a Inglaterra o a la señora Thatcher por lo de las Malvinas en el Mundial del 86.

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¿Fue el mejor jugador de la historia? Uno de los dos o tres mejores, con el mérito añadido de que salió campeón, como dicen los argentinos, con equipos que no eran para tanto, como el Nápoles o la Argentina de aquel Mundial. En su caso es exacta la frase de que se echaba los equipos a la espalda. Enrique le entrega el balón como un cartero, todavía en su campo. Maradona lo pisa y solo con ese gesto ya se va de dos, y entonces arranca a driblar ingleses en carrera como si fueran estáticos soldados de la guardia real o banderines de un eslalon gigante. Recorre medio campo con el balón magnetizado, perseguido por dos defensas más, y tumba al portero con un último recorte para empujar a puerta vacía. Ya lo dijo el 'Negro' Enrique: «Con el pase que le di, si no marcaba era para matarlo».

La muerte siempre nos consterna, por más que temiéramos que no llegaría a demasiado viejo. En realidad se había hecho viejo precipitadamente en cuanto dejó el fútbol. Era él, pero ya no podía volver a serlo. No se cuidaba, engordó y se entregó a diversas extravagancias. Seguramente no pudo superar el alejamiento de la cancha, su lugar en el mundo. Había sido la figura mundial indiscutible de su tiempo y fue el ídolo con los pies de barro del que se teme que más dura será la caída. Qué difícil debe de ser ese extrañamiento de los focos, de los gritos, del balón y la gloria, del sueño cumplido de la infancia que se va quedando en el recuerdo. Quiso beber a tragos el resto de la vida, pero algunos fueron bien amargos. Siguió disfrutando de una admiración incondicional, que llegaba a ser casi religiosa en la Argentina, y más para un chico de barrio con pocas lecturas a quien le daba por echar discursos políticos. Y se tatuó al Che, y Fidel le daba bola. Seguramente llegó a sentirse un nuevo líder de los descamisados, que le disculpaban todos los excesos porque lo querían tanto, y siguió siendo líder a su manera rebelde y contradictoria. Era tan genial en lo suyo, en las decisiones acertadas tomadas improvisando en una milésima de segundo, que se sentía llamado a tener opiniones contundentes sobre todas las cosas, incluso las más ajenas. Ni siquiera le fue bien como entrenador, a él que sabía tanto, pero era una sabiduría instintiva, imposible de convertir en palabras. Puede que se sintiera un impostor en el banquillo, una vida secundaria, como la vida después del fútbol.

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