Con los primeros lances del campeonato, afloran entre la hinchada las muestras de entusiasmo y decepción, por igual. Los que han ganado todos los partidos sueñan exultantes con lograr algún título; los que están abajo en la tabla, maldicen la suerte, a la directiva o ... a su equipo. Es el sino de un deporte donde cualquiera puede perder o ganar. En el tenis, el número 1 del Ranking ATP doblega invariablemente al número 100. Pero en el fútbol, el Osasuna puede sorprender al Sevilla, y este no ser capaz de pasar del empate contra un recién ascendido, el Valladolid.

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Muchos ámbitos de la vida están sujetos al escrutinio social y la crítica, pero pocos se hallan tan inmersos en una dinámica fluctuante y bipolar como la del equipo que pasa, de la noche a la mañana, de alentar el entusiasmo y la esperanza a suscitar el más airado cabreo entre sus aficionados.

La inquebrantable lealtad a nuestro equipo y la tendencia a la crítica desmesurada están interrelacionadas. Cambiamos de partido político o de lugar de residencia, pero no de club. A nivel psicológico, cuando no podemos transformar una situación, ni podemos huir de la misma, la pataleta constituye una válvula de escape.

No solo el equipo, también el entrenador o el futbolista, a nivel individual, está expuesto a una opinión pública continuamente oscilante. Cristiano Ronaldo decía hace un tiempo que le resbalan las críticas porque sabía que «un día la gente dirá que somos perfectos y al día siguiente dirá que somos una mierda». Y estaba en lo cierto. Si hace poco encarnaba todas las virtudes de la excelencia, hoy es despedazado por los medios y la afición. La misma suerte han corrido Sergio Ramos o Messi, mientras se entroniza a Haaland o Mbappé. A rey muerto, rey puesto.

No hay nada más antiguo que el relato del héroe que cae en desgracia desde el Olimpo. Pero el fenómeno se agudiza porque los propios medios viven, en gran medida, de alentar la polémica y las disputas viscerales. Lógico: nuestra sociedad de la información es, al mismo tiempo, del espectáculo. Para enganchar al aficionado, este tiene que estar ilusionado, fascinado o decepcionado, furioso. Como en las telenovelas, necesitamos defender a muerte o repudiar a tal o cual personaje, tomar partido radicalmente por todo lo que ocurre y así esperar el desenlace del próximo capítulo, es decir, el siguiente partido, donde la historia dará un nuevo vuelco dramático y hallaremos una nueva oportunidad para la controversia.

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Me envía Jorge Molina por Whatsapp una foto en que muestra mi último libro —El Gran Teatro del Fútbol—, que va leyendo en el autobús, camino de un partido con el Granada. Hace menos de un año era exaltado por lograr un 'hat trick' con casi 40 años. Hoy es suplente en Segunda. En el último partido de la temporada pasada fue valiente y tomó la responsabilidad de tirar el penalti en el minuto 70. Erró y el Granada descendió. Tras el pitido final, Molina lloraba desconsoladamente en el campo y pedía perdón ante una afición que, sin embargo, cambiaba el guion esperado, aclamándole, ovacionándole, reconociéndole el coraje de no arrugarse ante una situación dramática.

En aquella jornada, el Granada tenía solo un 11% de posibilidades de descender: jugaba en casa y dependía de sí mismo. Pero lo singular de este espectáculo es que nunca se sabe cómo va a terminar la función. Ni como va a reaccionar el público. Como si se tratara de una 'Commedia dell'arte', nada está escrito de antemano. Tal vez por eso, prefiramos ir al fútbol que al teatro. No solo es imposible prever el desenlace, sino que el estadio constituye uno de los pocos lugares donde podemos expresarnos espontáneamente y participar ruidosamente, contribuyendo a convertir, por unos instantes, al héroe en villano y al villano en héroe.

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Suerte, Jorge, en tu nuevo papel esta temporada. Y «mucha mierda», como se desean los actores antes de la actuación.

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