Nunca en la historia habían coincidido en la selección española tres jugadores de un mismo pueblo. Navas, Fabián y Gavi pertenecen a generaciones diferentes, pero los tres se han criado correteando con un balón por las calles de Los Palacios, una población sevillana que no ... llega a los 40.000 habitantes.
Si pregunto a mi suegra qué de bueno tiene Los Palacios, contestará, sin dudarlo un instante: los tomates. Los chavales que juegan al fútbol en cualquier parque de Sevilla desconocen el origen de los alimentos con los que sus madres les hacen gazpacho en verano, pero saben perfectamente de qué localidad surgió la genialidad de Navas, Fabián y Gavi. Si trabajara en la dirección deportiva de un club pagaría un sueldo a un avispado ojeador para que se estableciera de manera permanente en ese municipio. Y, ya puestos, instalaría otro en Utrera, localidad sevillana que también parece buena tierra para que fructifiquen peloteros como Dani Ceballos o José Antonio Reyes.
¿Qué tienen esos pueblos? En el caso de Los Palacios hay quien piensa que la respuesta está en los números: hay cuatro clubs de fútbol y más de 800 licencias federativas. Pero acaso no sea una cuestión de cantidad, sino de calidad, incluso —diríamos— de «cultura futbolística». Porque los tres jugadores palaciegos que han triunfado en los últimos años tienen algo más en común que el lugar de nacimiento. Todos ellos muestran maña con el balón, pero, sobre todo, un distintivo desparpajo, arrojo en el uno contra uno, audacia para salir airoso de una encrucijada, gracejo para burlar al contrario, incluso una creatividad que delata qué tipo de jugador gusta por estas tierras meridionales.
Al sur de Despeñaperros, cuando alguien posee esa osadía artística, con un punto de sutil arrojo, se dice de él que «es un tío flamenco», lo que supone cierta dosis de insolencia y valor que puede desarrollarse en un tablao, pero también en la Maestranza o en un campo de fútbol. El imperativo flamenco obliga a mostrarse no solo valiente, sino agudo, con perspicacia y chispa para engañar al rival, sea este un fornido defensa o un morlaco de 600 kilos. Implica también que la finalidad de lo que se hace no es independiente de cómo se hace; que no hay actividad humana que merezca la pena si se ejecuta de forma mecánica e instrumental; que el genio es más importante que la mímesis y el ingenio más que la fuerza.
Lo que tiene Los Palacios, como otros pueblos de la misma zona, es que se valora sobremanera el aspecto lúdico del ejercicio físico, la chulería de tirar un caño a un veterano, la picardía de llevarte el gato al agua con un malabarismo inconcebible, sin desestimar jamás que el fútbol —como el flamenco o el toreo— no es más que otra forma de seducir, de jugar con el cuerpo para generar belleza y comunicar al espectador que aquello está más cerca del arte que del trabajo. Sin duda, en otras latitudes se crían también buenos futbolistas. Pero predominan otros rasgos, otros talentos. Como algunos jugadores sureños, los tomates de Los Palacios tienen un sabor particular.
Hubo un tiempo en que los vendedores ambulantes iban pregonando la procedencia de su mercancía. Antes de que llegaran los invernaderos y las semillas híbridas, cada tierra y cada clima generaban ciertos productos y algunos alcanzaban notoria fama. Los melones tenían que proceder de Villaconejos y los garbanzos de La Bañeza. Sorprende que, en plena globalización—cuando los balones son producidos en Taiwan, las espinilleras en China y las camisetas en Indonesia—, aún sea relevante el localismo en la producción de futbolistas. La deslocalización, es decir, el traslado de una empresa a otro centro de producción, es práctica común hoy en día. Pero parece que no es tan sencillo fabricar futbolistas. Los petrodólares del PSG no han conseguido su propósito: París no es sinónimo de éxito futbolístico. Por el contrario, los vecinos de Los Palacios pueden sacar pecho y proclamar que no todo en la vida depende del dinero. En cada lugar florece un tipo de jugador distintivo. Hay algo que pasa de generación en generación —que los antropólogos llaman «cultura»—, que no tiene precio y no es fácil de replicar. Ya lo dice el refrán: «Cada tierra bien su fruto lleva, mas no el que tú quieras».
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