La bomba estalló ayer pasadas las siete de la tarde cuando la cadena argentina TyC Sports informó de que Leo Messi había decidido hacer efectiva la cláusula unilateral de rescisión de su contrato y así se lo había hecho saber al Barcelona a través de ... un burofax. La noticia se propagó a la velocidad de la luz, como era previsible, provocó una conmoción extraordinaria en todo el mundo del fútbol. Messi y el Barça han sido la misma cosa durante más de quince años, una unidad indisoluble. Ha sido el estandarte de un equipo de leyenda, el gran símbolo de su grandeza, su héroe histórico. Muy pocas estrellas del fútbol y desde luego ninguna de su calibre -tan sólo quizá Pelé con el Santos- han logrado construir una identificación tan radical e inexorable como la de Messi con la camiseta blaugrana.
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De ahí que el anuncio de su más que previsible marcha haya sido una sorpresa por mucho que en los últimos días, desde la debacle en la Champions, comenzaran a observarse indicios de que lo imposible era posible, de que esta vez había razones para imaginar lo inimaginable. Su conversación con Ronald Koeman la pasada semana ya encendió las alarmas en Can Barça. El técnico holandés salió de aquella charla con un nudo en la garganta. No es que Messi le confesara su intención de romper su contrato, que le vinculaba al Barcelona hasta 2021 con una cláusula de 700 millones; una cláusula, por cierto, bastante absurda, puramente cosmética, teniendo en cuenta que el jugador, en cada una de sus renovaciones, nunca se olvidaba de añadir otra de rango superior, la que le permitía irse libre cada final de temporada. Lo que a Koeman le dejó helado es comprobar que Messi había perdido la ilusión, de que no se sentía con fuerzas. Y menos para liderar una revolución en la que no creía.
Cansancio. Es posible que baste con esta palabra para explicar las razones del terremoto. En este caso, hablamos de un cansancio acumulado en las cinco últimas temporadas. A partir de la última victoria en la Champions en 2015, el Barcelona entró en una curva descendente. Era la decadencia inevitable de un equipo excepcional, para muchos el mejor de todos los tiempos. Poco a poco, en un lento goteo, se fueron yendo futbolistas excepcionales y de una tremenda jerarquía. El equipo blaugrana fue perdiendo calidad y carácter, y a Messi, sin Puyol, sin Xavi y sin Iniesta a su alrededor, le tocó asumir un rol con el que nunca se ha sentido cómodo: el de líder absoluto también fuera del campo.
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Durante esos primeros años de transición tras el entierro del Dream Team, el argentino tenía todavía mucho fútbol en las botas. Cantidades industriales, podríamos decir. Tanto que ha seguido siendo capaz de cambiar él solo el rumbo de muchos partidos. Ahora bien, otra cosa era cambiar el rumbo de los grandes campeonatos, sobre todo de la Champions League, que a día de hoy es la unidad de medida de los grandes clubes europeos. Leo Messi no podía con tanto. Necesitaba ayuda por parte del club de su vida, al que llegó desde Rosario siendo un niño con problemas de crecimiento y en el que se acabó convirtiendo en el mejor futbolista de todos los tiempos. Y el Barça no se la ha dado. Le ha fallado.
Decir esto de unos dirigentes que invierten en él cien millones cada año -su sueldo más impuestos- y le han adorado de una forma desproporcionada, como si fuera un Dios intocable, hasta el punto de condenar a las tinieblas exteriores a quien osaba proclamar que el argentino era mortal, parece injusto. El problema de Josep María Bartomeu, a quien le quedará para siempre el estigma de haber sido el presidente que hizo marcharse a Messi, es que se confundió con su gran estrella. Por supuesto que el rosarino apreciaba el dineral que le daban en sus contratos y que disfrutaba con el poder que le concedieron -y realmente también se ganó- dentro del club, pero lo que verdaderamente deseaba era seguir siendo feliz dentro del campo. Y aquí la gestión del Barça, sobre todo a partir de la marcha de su amigo Neymar al PSG en el verano de 2017, ha sido un auténtico desastre.
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«Repeto y admiración, Leo. Todo mi apoyo, amigo»
«Cataluña sera siempre tu casa. Muchas gracias por todo este tiempo de felicidad y de un fútbol extraordinario»
«Otro momento histórico en el mundo del fútbol»
«Sabes que si los culés pudieramos ir al estadio, todo el campo sería un clamor Bartomeu vete ya!»
«La forma de actuar es impresentable. Pobre Barça en manos de estos incompetentes»
«Echásteis a Johan. Echásteis a Pep. Echásteis a Messi. Habéis reventado la herencia recibida»
La chapuza ha sido de tal calibre en todos los sentidos que, a lo largo de estos años, ha sido inevitable preguntarse muchas veces si algunos dirigentes blaugranas actuaban como lo hacían no ya por incompetencia sino por mala fe. Lo último lo hemos visto estos últimos días. En Can Barça sabían que Messi, por primera vez, se estaba planteando muy en serio la posibilidad de irse. El 2-8 en Lisboa ante el Bayern le había noqueado. Era un ridículo histórico que le hizo sangrar en su orgullo más que cualquier otra derrota de su carrera, incluida la de la pasada temporada en Anfield. Su continuidad peligraba. Para retenerle, si ese era el verdadero deseo de la junta directiva, había que volver a ilusionarle, hacerle sentirse bien. Y en esa tesitura al Barça sólo se le ocurrió cargar el muerto de la humillación a algunos futbolistas veteranos, los amigos de Messi, empezando por su íntimo Luis Suárez.
Van a ser interesantes los próximos días. La convulsión en el Barça puede ser escalofriante, sobre todo pensando en el porvenir que le espera al equipo de Koeman sin el futbolista que lo ha sido todo en él durante 16 temporadas. No sería de extrañar que la afición blaugrana -incluidos algunos miembros conspicuos de la clase política catalana- se movilice en un intento desesperado de convencer a su ídolo para que no les abandone y les evite la dolorosa sensación de orfandad que les provocaría su marcha.
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La pelea judicial del Barça para que el jugador no se vaya gratis puede ser espectacular. Si Woody Allen dijo un día que el mejor lugar para reencarnarse son las yemas de los dedos de Warren Beatty, quizá el peor sea el pellejo de Bartomeu en este momento. Por otro lado, no es difícil imaginar una batalla disparatada entre los clubes interesados en la contratación del astro argentino. Vamos a estar entretenidos. En el caso de Messi, todavía hay mucho partido en juego.
700 millones de euros es la cláusula que el rosarino tiene en el Barça, aunque en su contrato tiene la potestad de decidir su marcha al final de cada temporada.
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