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Todo lo que ha rodeado a la destitución de Ernesto Valverde ha sido tan ridículo que, en el fondo, tiene su lógica grotesca que el factor desencadenante de esta decisión haya sido ¡una derrota en la Supercopa! Y una derrota, además, que llegó después de ... que el Barça -líder de la Liga y clasificado para octavos de la Champions, no lo olvidemos- jugara, durante los primeros 75 minutos del partido contra el Atlético, su mejor fútbol de la temporada. Decir que esto se veía venir resulta exagerado, pero tampoco podemos decir que haya sido una sorpresa. A mí, la verdad, lo ocurrido con Valverde -otra cosa son las formas- se me antojaba una posibilidad de lo más factible. Por dos razones.
La primera es que, desde la derrota en Anfield, siempre he tenido la sensación de que Txingurri era una especie de 'dead man walking' en Can Barça. Se le notaba hasta en la cara, en sus gestos, en sus miradas. Eran las de un hombre cansado y decepcionado. Sabía que buena parte de la afición y casi toda la directiva le habían hecho la cruz y eso era casi como estar sentenciado, por mucho que el presidente Bartomeu hubiera decidido mantenerlo en el cargo. Y digo casi sentenciado porque es cierto que Valverde ha tenido esta temporada una última oportunidad de redimirse que no ha sabido aprovechar. Se trataba de levantar a un Barça traumatizado, de aprovechar las llegadas de Griezmann y De Jong para intentar coser de nuevo al equipo. Y lo cierto es que no ha sido capaz de hacerlo. Todo lo contrario.
El fútbol del Barcelona no sólo se ha ido vulgarizando a ojos vista en los últimos meses sino que ha perdido la consistencia defensiva de la que le dotó el propio técnico de Viandar de la Vera. El resultado ha sido un Barça casi irreconocible por su pobreza de argumentos colectivos y con un grado intolerable de dependencia hacia Messi. Intolerable y también insostenible para el propio Valverde. Cada vez que alguien repetía que el Barça era Messi, su figura quedaba más reducida, más en entredicho. Y es que la obligación fundamental del entrenador culé es, precisamente, la contraria: es decir, que el equipo sea algo más que Messi. Mucho más, si es posible. Vivir del genio argentino lo hace cualquiera.
La segunda razón por la que podía esperarse este desenlace es la particular idiosincrasia -llamémoslo así- de la directiva del Barça. Que la junta de un club haga una mala gestión deportiva no es difícil. En realidad, es mucho más fácil de lo que parece. El fútbol 'e mobile qual piuma al vento' y hasta las decisiones que parecen más sensatas y meditadas pueden convertirse, por múltiples causas, en un despropósito. Pues bien, si esto es así, si los caprichos de la dichosa bolita son capaces incluso de arruinar la reputación de los gestores más rigurosos, figúrense lo que puede ocurrir cuando hablamos de una directiva sin criterio y más errática que una arandela desprendida de un viejo satélite espacial ruso.
Ahí donde le ven, con su aspecto inofensivo y su perenne sonrisa, Bartomeu es un peligro. Su actuación en el caso Valverde ha sido una calamidad tanto para la imagen del Barcelona, donde no se despedía a un entrenador desde hace 17 años, como para la salud deportiva del equipo. La palabra chapuza se inventó para describir lo que ha hecho este hombre con su entrenador. Despedirle tras la derrota ante el Atlético hubiera sido un error producto de un soberano calentón. Pero al menos hubiera sido una reacción transparente y sincera, como suelen serlo los arrebatos. Ahora bien, destituirlo cuatro días después, tras descubrirse la fallida operación para contratar a Xavi, es una indignidad. Si los medios de comunicación te pillan in fraganti en algo así uno queda muy tocado. Si encima resulta que, tras ese bochorno, la operación se va al traste porque te dan calabazas es como para dimitir de inmediato. En un país serio, ese papelón te obliga a desaparecer de la escena pública durante una larga temporada. En Japón, podría llevarte incluso al harakiri. De ser Óscar Grau o Eric Abidal, los dos emisarios de Bartomeu a Yeddah, yo sin ir más lejos hubiera alquilado un camello y me hubiera perdido por las arenas del desierto, más o menos hasta llegar al pozo donde Lawrence Arabia se encontró con el Jerife Alí. Por el bochorno, digo. Pero no. Esta gente es inmune a todo y seguirá. Hasta que les echen.
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