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Xavi, que es perro viejo, se lo veía venir: celebrar la consecución de la Liga danzando en el círculo central del césped del club perico no era buena idea. La invasión del campo por parte de los ultras del Espanyol, obligando a los jugadores culés ... a huir hacia los vestuarios, resulta evidentemente condenable. Si no hubieran salido corriendo apresuradamente cuando los primeros hinchas accedieron al campo, algún radical hubiera logrado su propósito de agredirles. Los miembros de seguridad y los Mossos d'Esquadra tuvieron que emplearse a fondo para frenar a los energúmenos que querían llegar al túnel de vestuarios, no precisamente para felicitar al equipo rival. El club ha condenado los hechos, pero es difícil que se libre del cierre del estadio.
Los bochornosos sucesos abren el debate sobre si los clubs no hacen lo suficiente para controlar a los ultras. Los agentes de la policía que llevan décadas cercando a los aficionados más peligrosos consideran que los hooligans no viven su mejor momento. En las últimas dos décadas, muchos clubs se han ido sumando a la tesis de que hay que erradicar a los grupos violentos. Lejos quedan los tiempos en que los amparaban, cediéndoles espacios en el estadio o financiando sus desplazamientos. Por el contrario, hay que reconocer que la actuación conjunta de la justicia, la policía y los clubes ha conseguido descabezar la cúpula de algunas de las agrupaciones más peligrosas e, incluso, erradicarlas de los estadios.
Los Boixos Nois del Barcelona, los madridistas Ultra Sur, los Ultras Yomus del Valencia y muchos otros grupos extremistas están acorralados y sus intentos de reaparecer en escena no fructifican. Sin duda, la sociedad en su conjunto tolera cada vez menos cualquier tipo de violencia. Algunas facciones de hooligans se han transformado en 'grada de animación', aceptando que pueden ser ruidosos, enérgicos, incluso fanáticos en sus manifestaciones, pero siendo conscientes de que corren el peligro de ser expulsados y disueltos si protagonizan graves altercados en el estadio.
En parte, los violentos siguen ahí, aunque las trifulcas se desarrollen fuera de los recintos deportivos. Los cabecillas de estos grupos —que reciben el significativo nombre de 'capos'— organizan, en ocasiones, encuentros furtivos entre colectivos rivales con el propósito de enfrentarse a puños. Se pactan normas y se siguen reglas no escritas: las peleas se desarrollan «a mano abierta», es decir, sin armas. Por teléfono o vía Whatsapp, los ultras acuerdan cuestiones como el número de participantes o el lugar y el momento concreto del encontronazo. En ocasiones, si no existe una paridad de fuerzas, se aborta la 'quedada'. En teoría, los capos procuran que la violencia se encarrile bajo ciertas formas, sin que se transgredan lo que llaman 'reglas de honor'. Por ejemplo, expulsarán a un miembro de su propio colectivo si este agrede o atemoriza a un pacífico padre que acude con su hijo menor al estadio. Los violentos también tienen sus normas, su organización y su jerarquía. Pero es difícil que una masa enfervorecida y acostumbrada a la violencia se atenga a constricciones.
Un Espanyol-Barça siempre es catalogado como de 'alto riesgo'. Pero lo es más, si el Barça puede proclamarse campeón en el feudo espanyolista y, de paso, hundir aún más a los pericos, que no tienen nada fácil eludir el descenso. A pesar de la progresiva erradicación de los grupos ultras y de que estos están mucho más controlados, la invasión del campo del Espanyol vuelve a confrontarnos con la parte oscura del fútbol. Toca pedir responsabilidades: por supuesto a los violentos, pero también a los encargados de que no se salgan con la suya.
En medio de la sinrazón, Xavi ha encarnado la experiencia, el aplomo y la caballerosidad. El técnico culé, que ha sido cocinero antes que fraile, sabe perfectamente por lo que está pasando la afición blanquiazul y, por ello, recomendó a sus jugadores que celebraran el título en los vestuarios. Como se considera «bastante racional», vio claro que la jubilosa sardana en mitad del campo podría interpretarse como una provocación. En cualquier otro estadio —ha dicho— hubiera sido razonable esa legítima muestra de alegría. Pero no en casa del Espanyol: «Hay que tener respeto». Bien por Xavi, «más que un entrenador».
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