Quien escribe estas líneas es habitual consumidor del fútbol modesto. Como mi padre me hizo socio del Getxo el día que nací quedé marcado para siempre. Cuando en el club le preguntaron por mi nombre de pila no supo dar ninguno porque el bautizo iba ... a ser tres días después -entonces acortaban los plazos para no dejarnos en el limbo-, y mi ama y él no lo habían decidido aún. Así que todavía voy cuando puedo a Fadura a ver fútbol sin VAR ni nada que se le parezca, porque lo más aproximado son los pinganillos que llevan los árbitros y los jueces de línea.
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Estuve el sábado en el partido contra el Indautxu y, al margen del resultado -ganamos el octavo choque de los nueve jugados- me estuve fijando en la labor arbitral. Son colegiados de la sexta categoría, pero hicieron su trabajo de manera solvente. Sobre todo los linieres, a los que me niego a llamar auxiliares por mucho que se empeñen los organismos federativos, estuvieron muy concentrados porque saben que no cuentan con la red de seguridad que les proporciona la tecnología.
Detectaron unos cuantos fueras de juego y no puedo asegurar que todos estuvieron bien señalados, aunque dio la sensación de que sí porque los futbolistas de uno u otro equipo no protestaron mucho. Ya sé que estamos hablando de otro nivel y que el fútbol profesional, en el que se maneja mucho dinero, necesita la tecnología del VAR, pero no deja de ser una gran discriminación porque este deporte, que ya se mueve en dos velocidades según sea una profesión o una actividad sin ánimo de lucro, acrecienta más las diferencias en un aspecto que hasta hace unos años no se contemplaba. Los errores arbitrales se producían para todos por igual, lo mismo de un árbitro internacional que de uno de Segunda Regional, y no se corregían. Ya no es así.
Entre todas las decisiones que se toman desde ese despacho donde de manera ridícula los árbitros se visten como sus colegas del campo la que parecía que menos polémica iba a causar, y ya se está viendo que no, era la del fuera de juego porque nos ateníamos primero a unas líneas y después a unos muñequitos virtuales que representan a los futbolistas en eso que llaman fuera de juego semiautomático. Qué quieren que les diga, a mí me tranquilizaría más que fuera automático porque eso de 'semi' me mosquea un poco, ya que habla de intervención humana.
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En Barcelona le siguen dando vueltas a la punta de la bota de Lewandowski que acabó por anular el gol de su equipo en Anoeta. Que si es su bota, que si no es, que si parece que calza un 54 de pie para que sea la suya… Y resulta, además, que las explicaciones que dan los expertos arbitrales tampoco tranquilizan demasiado: «Es que el 'frame' que sacan en la retransmisión no es el mismo que analiza el VAR». Pues vaya, que saquen entonces el bueno, pienso yo.
Lo que sucede es que bota de Lewandowski al margen, lo que ha ocasionado el VAR es la desnaturalización del espíritu de la regla, que se estableció para impedir la ventaja del atacante. En los orígenes del fútbol era fuera de juego, como en el rugby, pasar la pelota hacia delante; después se decidió que sí se podía, pero tenía que haber cuatro oponentes por delante, luego se bajó a tres y más tarde a dos. En 1990 se decretó que estar en línea con el defensa no era fuera de juego.
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Ahora, esa regla que sigue vigente en el fútbol sin apoyo tecnológico, ya no rige en el de élite porque estar en línea es físicamente imposible, como en el ciclismo o el atletismo cuando se cuentan las milésimas de segundo para detectar el ganador de una carrera. Siempre habrá un número de pie más largo, un hombro mínimamente inclinado, o una rodilla más flexionada. ¿En qué beneficia al atacante tener la cabeza ladeada, milímetros por delante de la del defensa? En nada, y menos todavía cuando la decisión depende del 'frame' maldito que escoge un señor vestido ridículamente de árbitro en una sala de Las Rozas. Pero así está montado este tinglado.
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