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Ponernos de acuerdo en cuestiones de fútbol es un ejercicio tan complejo que, como ocurre con algunos problemas matemáticos, a veces lo mejor es darlo por imposible y aceptar que las unanimidades no existen. Ahora bien, hay unas pocas opiniones tan compartidas que casi podemos ... considerarlas unánimes. Una de ellas es que no ha habido un futbolista más elegante que Frank Beckenbauer, cuyo fallecimiento nos sorprendió ayer a todos. Sabíamos que había tenido problemas de corazón - hace dos años no pudo viajar a Brasil a los funerales de su amigo Pelé, con quien jugó en aquel Cosmos lleno de viejas estrellas-, pero no que se encontrara en un estado de salud tan delicado.
Imagino la enorme conmoción en Alemania, donde el Kaiser era, efectivamente eso, el Kaiser, un absoluto ídolo nacional. Porque Beckenbauer era mucho más que un futbolista excepcional que lo ganó todo con el Bayern y con la 'Mannschaft', un técnico que llevó a su selección al título mundial en 1990 y un dirigente muy respetado tanto en su club como en la Federación. Fue el gran símbolo deportivo del país, la mejor representación de la nueva Alemania que surgió tras la segunda guerra mundial.
Es cierto que el fútbol germano vivió en 1954 el famoso 'milagro de Berna', y que el propio Beckenbauer calificó a Fritz Walter, el capitán de aquella selección que ganó la final a Hungría contra todo pronóstico, como «el futbolista alemán más importante del siglo». Sin embargo, fueron aquellos niños nacidos cuando todavía caían las bombas o sus pueblos y ciudades estaban todavía reducidos a escombros los que con sus victorias en la Eurocopa de 1972 y en el Mundial de 1974 devolvieron el orgullo deportivo a su país. Y Beckenbauer fue el líder indiscutible de aquella generación.
Nunca olvidaré la admiración reverencial con la que hablaba de él su amigo Jupp Heynckes, otra gran leyenda del fútbol germano, otro niño nacido en 1945. Le pregunté una vez por él y recuerdo que, antes de contestarme, le brillaron ojos y lanzó una especie de soplido, bufff, como si la empresa de contestarme fuera demasiado dura ante la dimensión del personaje. De hecho, no recuerdo bien lo que me contestó, pero sí que fue breve y que parecía referirse a un ser superior, por encima del resto de los mortales.
Todos sus compañeros, y los primeros sus amigos del Bayern como Gerd Müller, Uli Hoeness o Sepp Maier, reconocían la jerarquía del Kaiser y su calidad exquisita como futbolista. Otro de ellos, Georg Schwarzenbeck, aquel famoso defensa con cara de boxeador que amargó la vida al Atlético en la final de la Copa de Europa de 1974, hizo de su gran capitán una bella descripción. «Franz no miraba el balón, sino que lo percibía con el pie». Siempre me ha parecido una frase muy acertada. Schwarzenbeck tenía razón. Sólo percibiendo el balón con el pie podía Beckenbauer jugar con la cabeza alta, sin mirarlo, para poder concentrarse como un general en la visión del campo desde su posición en la retaguardia.
Era la suya una elegancia natural tan exquisita que llegaba a tener un punto de altanería, quizá porque no la perdía ni en las peores circunstancias. Si alguien lo duda, que observe las imágenes de la histórica semifinal contra Italia en el Mundial de 1970, cuando se lastimó el hombro tras una entrada de Fachetti y acabó jugando con una venda y un trapo a modo de cabestrillo. Ni por esas perdió la apostura. Los niños de nuestra generación pudimos verlo y admirarlo, y jugábamos a imitarlo. Nos pedíamos ser líberos, una posición que siempre he pensando que se inventó para que Beckenbauer no tuviera que bajarse del pedestal y dedicarse a las tareas mundanas de un defensa, e intentábamos salir jugando con la espalda muy recta y la cabeza alta, oteando el horizonte, antes de pegar un pase largo con el exterior. Y luego nos partíamos de risa con nuestro propio ridículo. Ruhe in frieden.
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