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En 2012, Bradley Wiggins se convertía en el primer ciclista británico en ganar el Tour. Era la culminación de una gran obra, la del especialista en pista, ganador de seis oros olímpicos, que apostaba por ser el mejor en carretera y lo consiguió gracias al ... apoyo de David Brailsford y la maquinaria del Sky. Han pasado doce años desde que tocara el cielo en París y Wiggins, que después fue comentarista en Eurosport, está «avergonzado» después de dilapidar más de 15 millones de euros. Hace poco se supo que se había declarado en quiebra y corría el riesgo de verse obligado a vender sus medallas de oro olímpicas. Ahora, Alan Sellers, el abogado del británico, ha explicado que su situación es verdaderamente desesperada:
«Es un desastre. Lo ha perdido todo, absolutamente todo. Su casa, su otra casa en Mallorca, sus ahorros y sus inversiones... No le queda ni un céntimo». Sellers también expresó su preocupación por el bienestar de Wiggins, diciendo: «Es muy triste. No sé dónde durmió anoche y no sé dónde dormirá esta noche o mañana. No tiene dirección permanente».
El pasado 3 de junio, Wiggins fue declarado en quiebra en el Tribunal del Condado de Lancaster. Esto ha llevado a la designación de fideicomisarios responsables de embargar y disponer de los bienes monetarios y objetos de valor que le quedan al ciclista británico, quien es una figura legendaria en el mundo del ciclismo. Wiggins ha sido muy abierto y sincero sobre sus problemas de salud mental a lo largo de su carrera. De su padre sólo sabía que les había dejado al poco de nacer, que era agresivo y bebedor, que se largó con otra mujer a Australia y que fue un buen ciclista de velódromo. Se convirtió en una persona individualista, egoísta, desconfiada. En 2008, cuando ya había ganado sus títulos olímpicos en pista, publicó una autobiografía. Dicen que lo hizo para que su padre se sintiera orgulloso.
«Sin él, yo no habría sido ciclista», confiesa Wiggins. Gary Wiggins era un australiano fogoso. Fuerte, alto y rápido. Vino a Europa a ganarse el pan en el velódromo, en las pruebas de Seis Días. Ciclismo nocturno. Por eso nació Bradley en Gante, en Bélgica. Allí pedaleaba su padre cuando el bebé vino al mundo. Nació al borde de la pista. Gary se largó enseguida. Divorcio. Y el crío y su madre volvieron al apartamento de dos habitación de Dibdin House, el barrio de ladrillos rojos donde Bradley se hizo un joven distinto. De estética «mod» entre «skinheards» y «rastafaris». Y loco por «Delirium Tremens», la marca de cerveza de alta graduación (nueve grados) que le volvió «casi alcohólico».
Le ahogaba Londres. Necesitaba un salvavidas. Y se agarró a la bicicleta. A rueda de su desconocido padre. El ciclismo le entró por el oído, por las historias que su madre le contaba de Gary. Y por los ojos: vio a Boardman ganar el oro en los Juegos de Barcelona 1992, leyó la muerte de Simpson en el Tour de 1967, asistió al triunfo de Lemond sobre Fignon en 1989 por los ocho segundos de la contrarreloj final y se enamoró de la estela de Induráin. De repente, un chico de Londres, ciudad de fútbol y criquet, quería ser ciclista y ganar el Tour. El velódromo de Herne Hill, sede de los Juegos Olímpicos de 1948, se convirtió en su hogar. La mejor manera de comunicarse con la sombra de su padre.
Todo por la bici. En la escuela era un desastre. Los éxitos olímpicos en Atenas 2004 no le sacaron de pobre. La hipoteca, los gastos. Era ya profesional en un equipo francés, pero nadie le conocía. Uno más. Del montón. En La Francaise des Jeux, el conjunto galo que le fichó en 2002, le consideraban un zumbado. Tras el oro olímpico de Pekín 2008, Dave Brailsford, el responsable de la selección británica y ahora mánager del Sky, le anunció el nuevo reto: el Tour. Ser el primer británico en ganarlo. Tuvo que esperar a los 32 años y al equipo Sky para lograrlo.
La situación actual de Wiggins contrasta fuertemente con sus años de gloria. La pérdida de su patrimonio y la incertidumbre sobre su futuro inmediato representan un giro dramático en la vida del ciclista de 44 años. Su historia pone de relieve los desafíos a los que se enfrentan los atletas de élite tras retirarse del deporte profesional, especialmente cuando también lidian con problemas de salud mental.
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