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Cuando el Mundial se metió en las diez vueltas por el circuito urbano de Glasgow, plagado de curvas desde el principio y mojado al final, ... la lucha por el oro ingresó en un laberinto. Comenzó, a casi 150 kilómetros del final, una sprint de más de tres horas. Ciclismo desencadenado. A lo loco entre giros, vallas y acelerones. Corazones desbocados. Los mejores corredores del mundo corrían sin freno por ese laberinto buscando la salida. La meta de Glasgow. Bajo el sol y la lluvia.
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Y con esos dos ingredientes sobre la ciudad escocesa salió el arcoíris, que le indicó el camino al neerlandés Matthieu van de Poel en un repecho a 22 kilómetros del final. Ahí encontró el secreto del laberinto. La potencia pura. Ni la caída que le estropeó el cierre de su zapatilla derecha le sacó luego del camino bueno. Cruzó primero bajo el arcoíris y se vistió con ese maillot multicolor que distingue al mejor del mundo. A casi dos minutos llegó otro de su altura, el belga Wout Van Aert, plata, y unos metros detrás apareció el esloveno Tadej Pogacar, bronce, que batió al sprint a Mads Pedersen. Esos cuatro nombres tallan la magnitud de un Mundial para la historia.
Van der Poel aumenta su colección: ganador de la Milán-San Remo, de dos ediciones del Tour de Flandes, de la Amstel Gold Race, de la Strade Bianche y de cinco mundiales de ciclocross, incluido el de esta temporada. Oro sobre barro y asfalto. El nieto de Poulidor ya es un mito. El viejo 'Poupou' -plata y bronce en el Mundial- empieza a ser el abuelo de Matthieu, que en Escocia cerró la sequía de Países Bajos en el Mundial: no lograban el oro desde 1985, desde Joop Zoetemelk.
En las pesadillas aparece a menudo un laberinto. El agobio. Sin salida. En Glasgow se convirtió en un sueño, en un Mundial inolvidable. El ciclista francés Benoit Cosnefroy dice que quien diseñó el circuito estaba borracho, que no era capaz de mantener la línea recta. Derecha, izquierda, sube, baja... Era, en la jerga de este deporte, un recorrido ratonero. Y así corrieron, como ratas de laboratorio en un laberinto buscando apresuradamente la salida donde espera el pedazo de queso. De oro, en este caso.
En el diccionario ciclista hay otro término que asusta: látigo. Es el efecto que produce meter un pelotón estirado en una zona de giros. Los que van detrás sufren el chasquido del latigazo y tienen que acelerar para no quedar cortados. En Glasgow eso sucedía a cada paso. La tanda de latigazos la inició Dinamarca, la selección de Mads Pedersen, cuando aún faltaban casi 150 kilómetros para el final. Iban todos tan estirados, tan agachados, que bastante tenían con seguir la rueda que les precedía. Resultaba casi imposible recuperar la posición perdida ya metidos en las diez vueltas finales al circuito: casi 500 curvas. Además, las caídas, como las del neerlandés Van Dijke y el italiano Trentin, comenzaron a descartar dorsales.
La carrera parecía un eslalon. En ese zigzag no era fácil mantener en alto una estrategia más allá de la mera supervivencia. Dinamarca lo hizo. Aprovechó una arrancada del francés Alaphlippe para lanzar a Mattias Skjelmose. Eso obligaba a Bélgica a desgastarse para proteger a sus tres líderes, Van Aart, Evenepoel y Philipsen. La exigencia era máxima a tres horas del final. Casi no daba tiempo ni para avituallarse. El Mundial escocés era un emocionante rompecabezas. ¿Cómo resolverlo? ¿Cómo salir de ese ovillo de curvas que parecía desplazarse al ritmo del pelotón?
El trepidandte circuito hizo la selección. Cortó la hilera en pedazos. Los más fuertes, los que tenían energía para ir bien colocados, salieron a flote: Van der Poel, Pedersen, Van Aert, Pogacar, Evenepoel... Y con ellos dos guipuzcoanos hábiles en el manejo del manillar, Ion Izagirre y Alex Aranburu. Dos bazas entre los 25 mejores. Los dos deseaban que lloviera en Glasgow, donde siempre llueve. Pero antes del agua cayeron palos. Uno tras otro. El Mundial se transformó en una maravillosa picadora de carne. Boxeo sin guantes. A tortas como si cada una de las diez vueltas fuera la última.
Los aficionados, en pie, asistían a la pelea, cara a cara, entre Evenepoel, Pogacar, Van Aert, Van der Poel, Pedersen... A 55 kilómetros de la meta y cuando Ion Izagirre se descolgó del grupo por calambres -tuvo que abandonar-, el italiano Bettiol aprovechó un tramo de avituallamiento para atacar. Sin tregua. Ya llovía. El antiguo vencedor del Tour de Flandes se inspiró en el arcoíris que lucía sobre el cielo de Glasgow. Detrás, Bélgica tiraba de un breve grupo en el que ya no estaba, agotado, el último representante de España, Aranburu.
Con el asfalto empapado, entraron en escena los patinazos, como del de Narváez. Su resbalón redujo el grupo perseguidor de Bettiol a cuatro colosos: Van Aert, Van der Poel, Pedersen y Pogacar. Los únicos que estaban a la altura de un circuito que obligaba a tener siempre el corazón a cien y los músculos bañados de ácido láctico. Los elegidos. Alcanzaron a Bettiol. Pasaron por encima del italiano. Y ahí, a 22 kilómetros de la meta, viendo su silueta rebotar en los charcos, Van der Poel aplastó sus pedales. A lo bestia. Derribó la puerta del laberinto y entró en el arcoíris con una zapatilla rota y arañazos de sangre en la piel. Había domado al circuito salvaje.
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