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Sagan, tras cruzar primero la línea de meta. AFP

Valverde asoma en la segunda etapa de Sagan

El eslovaco despliega su polivalencia en la cuesta de Quimper, donde el murciano termina cuarto y Landa se ve «bien»

J. Gómez Peña

Quimper

Miércoles, 11 de julio 2018

Ya lo dice el nombre de esta zona de Bretaña, Finisterre, el final de la tierra. Y cuando se va hacia allí, hacia donde todo se termina, la carretera se va estrechando. Embudo. Filtro. Los ciclistas tienen que rodar hombro con hombro, y jadeando. ... En esta preciosa esquina de Francia para ir de una casa a otra siempre hay un repecho que sube a una colina o baja a un río. El Tour colocó la meta de la quinta etapa en uno de esos muros, en un kilómetro vertical que olía a pólvora. Se entraba tras un descenso que era mejor afrontar con los ojos vendados. Habilidad. Tras la bajada, asustaba la pared que esperaba. Fuerza. Y al girar la última curva, ya con los pulmones a fuego, había que descorchar el sprint. Velocidad. Pues eso, hábil, fuerte, veloz y siempre bien colocado, es Peter Sagan, polivalente como una navaja suiza y ganador en Quimper, final de la tierra e inicio del Tour que va a retratar a los favoritos.

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Todos pasaron el primer examen. Valverde, cuarto en la meta, abrió la lista. «He tenido buenas sensaciones, pero iba conmigo gente muy rápida. La cosa estaba complicada», relató. Ya asoma. Se pegó con Sagan, Colbrelli y Gilbert, tremendos rematadores. Tras Valverde, encadenados, entraron Nibali, Thomas, Froome, Quintana, Fuglsang, Bardet, Urán y Dumoulin, que le siguieron sin perder tiempo. Y con ellos llegó Landa, que fue remontando, pasando revista. «Era un final demasiado explosivo para mí, pero me he visto bien», dijo. A gusto en las primeras de las muchas cuestas que le aguardan. «Ufff. Lo mío son los puertos más largos». Le reclaman desde los Alpes, la próxima semana. Antes hay que sobrevivir. Landa y el resto de los candidatos llevan días repitiendo esta frase: «Ahora se trata de ir salvando los días».

La segunda etapa que iba a ganar el multiusos Sagan empezó en Lorient. El Oriente. El puerto del que partían los barcos en busca de las especias de otros continentes. Tesoros. Victorias. En la Plaza del Ayuntamiento, el francés Lilian Calmejane se abrazaba a su novia en un banco. Ajenos al bullicio. Un beso, una caricia. Un deseo de suerte. Calmenaje es un buen ciclista y aún será mejor. En el Tour del año pasado ganó una etapa llena de cuestas breves. Así era el trazado entre Lorient y Quimper. Calmejane salió a buscarle un regalo a su novia. Le acompañaron en la fuga su compañero Chavanel, el también francés Edet y el letón Skujins. Les sopló el aire de la costa que sedujo a Paul Gauguin y a tantos otros pintores, empeñados en atrapar la luz. El Tour pasó por Pont-Aven, la casa de Gauguin. Calmejane quería pintarle un lienzo a su chica.

Los primeros repechos

La etapa giró al interior, a la Bretaña quebrada. Escenario perfecto para una emboscada. Ideal para el ciclismo. De este final de la tierra son campeones del Tour como Jean Robic, que se mató borracho en un accidente de tráfico; como Louison Bobet, que se retiró, orgulloso, en la cima del Iserán, y como Bernard Hinault, la esencia del espíritu bretón. Indómito. Ásterix. Cuando Hinault llegó al ciclismo aún estaba Eddy Merckx. El chaval francés no se arrugó: «No le tengo miedo. ¿Por qué no voy a ganarle? Tiene dos piernas y dos brazos como yo». Y los dos tienen para siempre cinco ediciones del Tour por cabeza. Gigantes. Bretaña marca el carácter.

Calmejane insistió en cuanto llegaron los primeros repechos. La carretera empequeñecía. Sus arreones le dejaron sólo con Skujins, que apenas le relevaba. «No sé cómo se llama el que venía conmigo. Lo que sé es que él no creía en la victoria», se quejó Calmejane. La etapa palpitaba sobre ese camino rizado de curvas y cuestas. Era su terreno, pero ni así pudo despegarse del letón ni evitar ser aplastado por el grupo, que más que perseguirles huía de sí mismo.

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El miedo dio cuerda al pelotón de los favoritos. Todos querían ocupar el mismo metro cuadrado. Veinte kilómetros de furia. A Calmejane no le dejaron ni las migas, ni la bonificación del sprint intermedio, situado a 14 kilómetros de Quimper. Se la quitó Alaphilippe, verdugo ahí de Van Avermaet, el líder el Tour. La etapa corría histérica, sin sitio para tanto favorito en la zona alta del grupo. Esa pelea por la posición la ganó el Sky. Moscon desbrozó el terreno, Kwiatkowski ahogó a los rivales y, como puntilla, el joven Bernal escoltó a Froome hasta la puerta de la cuesta final. Misión cumplida. Era el turno para las bestias. Un kilómetro para el músculo, la fuerza bruta. Gilbert, que se olvidó de su compañero Alaphilippe, se inclinó sobre la rampa inicial. Van Avermaet le siguió. Lo mismo que Sagan y Colbrelli, los dos que se veían más enteros. Todos mordían.

En esa antesala del sprint, Valverde se acercaba. Acechaba por si a los otros se les terminaba el gas. Un repecho así se le queda corto. «He empezado el sprint un poco atrás», contó. Sin tiempo para la remontada, pero a tiempo para comprobar que está a punto, que la próxima etapa, la que termina en el Muro de Bretaña, está a tiro. «Veremos. Ya fui una vez tercero ahí», sonreía. Desde que subió al podio de París en 2015 y saldó esa cuenta íntima, nadie disfruta más que Valverde en el Tour. Bueno, hay alguien: Peter Sagan.

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«Desde los nueve años sueño con días así», dijo en la meta el tricampeón del mundo. Niño feliz. Se lo pasa bomba en el ciclismo, en el Tour. El repecho de Quimper había hecho su trabajo a conciencia. Se había quedado con todo el aire. La meta, tan cercana, era inalcanzable. Fue un sprint de zombies. Muertos vivientes. Colbrelli quiso ser como Sagan, hábil, fuerte y veloz. Lo fue. Otra navaja suiza. Pero de menor tamaño. Sagan dio en asfixiaocho pedaladas más. En los sueños no hace falta respirar. Están más allá del final de la tierra.

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