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Le preguntan por el maillot verde del Tour, el que luce el ciclista más regular. Peter Sagan da un paso atrás. Toca madera. «No quiero hablar de eso. El año pasado me dio mala suerte», se aparta. Ya lo ha ganado seis veces. Comparte récord ... en la historia del Tour con Erik Zabel. Un maillot más y será único. En el fondo, el vencedor al sprint de la etapa de Colmar, ya lo es. Lo ha sido siempre. Pero no le gusta hacer planes. Eso no le funciona.
Sagan ha aprendido a vivir bajo el peso de su nombre. Debutó con 20 años y nada más llegar le atacó a Lance Armstrong. Descarado. Con él, el ciclismo parece divertido. Ahora con 29 años y el palmarés bien decorado, convive con su propio personaje. Tan acostumbrado al éxito, cuando el año pasado llegó su divorcio pocos meses después del nacimiento de su primer hijo todo se le torció. «Las cosas que he planificado en la vida no me han salido bien», dijo. La mala racha ha continuado esta primavera. Se preparó para luchar por la Lieja-Bastogne-Lieja y, agotado, ni siquiera la disputó. Otro plan roto.
Los focos le apuntan cuando gana y también en la derrota. ¿Qué le pasa a Peter? ¿Se ha aburrido de ganar? ¿Se acabó el eslovaco que era una máquina de guerra? Y él, consciente de que todos le miran, ha mantenido el tipo y la paciencia incluso cuando un virus le quitó en invierno cuatro kilos de fuerza. En la crisis ha sostenido su lema: «No me vale ganar. Hay que hacerlo con estilo». Como en la meta de Colmar, final de la quinta etapa de este Tour que ya acaricia la montaña.
Viñas de riesling, uva blanca del Rhin. Vino alsaciano. Alemán y francés, como esta tierra que tantas veces pasó de unas manos a otras. Cigüeñas rayando lentas el cielo azul sobre la llanura que se topa con las colinas de los Vosgos. Pueblos de colores con iglesias en forma de aguja. Alsacia es un paraíso y fue también un lugar de exterminio. La quinta etapa pasó en silencio por el 'campo de la muerte' de Struthof-Natzweiler, donde los alemanes enterraron a miles de miembros de la resistencia e hicieron experimentos médicos con presos judíos. Guardaron sus huesos como testimonio de una raza con la que pensaban acabar. Luego, cuando los nazis sintieron que perdían la II Guerra Mundial, incineraron esos restos. El doctor Hirt, uno de los responsables, mandó buscar entre las cenizas los dientes de oro. Al paso del Tour por aquí cuesta imaginar un horror así.
Aunque sí que hubo perseguidos en este capítulo de la ronda gala. Los cuatro ciclitas prófugos, Clarke, Wellens, Wurtz y Skujins, buscaron campo libre tras un salida a toda pastilla desde Saint-Dié-des-Vosges. Wellens se lo había anunciado a los carceleros del pelotón: «Haré todos los intentos que haga falta para meterme en la escapada buena». Defiende su maillot de la montaña y quiere una etapa, un lugar en la historia del Tour. Los cuatro fueron exterminados entre las subidas a las cotas de Haut-Koenigsbourg y las Tres Espigas. Sin piedad. El equipo Bora, el de Peter Sagan, les ejecutó con la ayuda de la tropa de Matthews, el Sunweb.
El Tour corría por Alsacia con la vista puesta en la meta de Colmar pero mirando de reojo a la etapa que viene, la del final en La Planche des Belles Filles, la primera y temprana meta en alto. Es una cuesta predestinada. Los tres ciclistas que allí se han vestido de amarillo han ganado el Tour: Wiggins(2013), Nibali (2014) y Froome (2017). Por eso, los candidatos a volar tan alto en la sexta etapa no se dejaron ver en la quinta. Ni siquiera Alaphilippe, el líder inquieto coreado por la opinión pública, se mostró. Simplemente, hubo ritmo. Tremendo. Silencioso. Triturador. Las colinas de los Vosgos se ascendieron al límite. Todos se miraban. Iván García Cortina, debutante, repasaba su cuentakilómetros: «Ufff. Aquí se va cinco kilómetros por hora más rápido que en las otras carreras». Tuvo que ceder.
Otro que se estrena en la Grande Boucle, Enric Mas, sí aguantó. Pero con el agua al cuello. «Miraba a mi alrededor y veía que muchos resistían ese increíble ritmo. No sé ni cómo he sobrevivido», confesó en los micrófonos de la Cadena Cope. Así es el Tour, una tortura capitular que no dejará de azotar hasta París. El pelotón coronó la cota de los Cinco Castillos, al última, y se descolgó hacia la meta de Colmar, la 'Venecia' de Alsacia, llena de canales. Donde Enric Mas, un escalador, había sufrido, Sagan había guardado fuerzas. Más fino que nunca. Tan convencido como siempre. Su equipo y el Sunweb eliminaron al último que trató de escapar de este campo de concentración, el portugués Rui Costa. Al paredón.
Sagan es pimienta para el ciclismo. Trentin salió por la izquierda, con Van Aert y Omar Fraile (decimosexto al final) cerca en esa última recta. A Sagan se le había soldado Van Avermaet, el campeón olímpico. Pero cuando el eslovaco soltó gas pimienta rompió de un tajo la cuerda invisible que les unía. Ya no paró. Obús. Por el medio de Colmar rebasó a todos. Elevó su maillot verde y dibujó un puñetazo. Pura fuerza. A lo bestia. Ha vuelto tal y como era. Como es. Sin miedo a hacer lo que le dé la gana. El único temor que le asusta es hacer planes. Que nadie le pregunte por el séptimo maillot verde. El que ahora luce. «No es necesario ganar para ser un campeón», repite un ciclista cargado de triunfos. 'Estilo Sagan'.
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