Secciones
Servicios
Destacamos
Edición
Hace veinte años, estando en misión informativa en Castillon de Couserans, un pueblito pirenaico del departamento francés del Ariege, este cronista aprendió que esperar el Tour es como esperar el paso de un cometa que quizá nunca vuelvas a ver. Hay que ser conscientes de ... que la visión celeste va a ser muy fugaz y que esos pocos segundos que se van a grabar en la memoria hay que aprovecharlos con la mayor intensidad posible. Para ello es preciso elegir muy bien el lugar exacto de la contemplación. No vale uno cualquiera, la primera cuneta o balcón que se nos ocurra. En la búsqueda del encuadre ideal de esa escena histórica hay que ser más cuidadoso que Howard Hawks en sus películas.
Con todo esto muy claro, mi decisión ya estaba tomada hace varios días: vería el paso del Tour desde lo alto de la cuesta de Paulina, en Gorliz. Podría decir que por motivos personales e históricos. Esa cuesta de la carretera de Mungia, que arranca en la rotonda de Gandia, nada más pasar el puente nuevo de Plentzia, era un puerto de Primera para los niños de mi generación. O de categoría especial si tus condiciones de 'grimpeur' brillaban por su ausencia, como era mi caso. De ahí que, una vez conquistado por primera vez, lo frecuentáramos poco con la excusa del peligro de los coches.
Aquel alto, que ahora corona una rotonda en lo que es el kilómetro 26 de carretera BI-2120, también era un lugar especial para nosotros porque, en el pequeño bar y tienda de ultramarinos que la señora Paulina regentaba allí, había un loro, un bonito loro cubano que te animaba a ser pirata para poder llevarlo al hombro y que, cada cierto tiempo, si le provocabas un poco, te soltaba alguna palabrota. O al menos eso nos parecía. El caso es que nos hacía mucha gracia.
Más allá de estas consideraciones personales, lo cierto es que la cuesta de Paulina, apenas medio kilómetro de suave pendiente, era ayer un lugar magnífico para presenciar la primera etapa del Tour. El cronista, que ya se imaginaba que su elección no había sido muy original, lo entendió de inmediato cuando, pasadas las once de la mañana, es decir, casi tres horas antes de la hora prevista para la llegada del pelotón, cientos de personas habían cogido ya posiciones en las dos aceras. La cifra de asistentes fue aumentando poco a poco hasta convertirse en uno de esos gentíos que nos remiten a esas escenas memorables de las grandes carreras en las que los ciclistas se tienen que abrir paso a duras penas, como si por delante de ellos se abriera una cremallera entre la multitud.
¿Sorpresa? Un poco, sí. Se sabía que el efecto Tour iba a tener un gran impacto en una tierra con tanta afición al ciclismo, pero quizá no que éste fuera tan extraordinario, que tantas personas de todas las edades, desde niños en su carrito hasta ancianos en sillas de ruedas, decidieran convertir este momento histórico en una fiesta inolvidable. El objetivo colectivo era muy claro: había que recordar el paso de la ronda francesa como se recuerdan los grandes acontecimientos de la vida, los que quedan bien enmarcados en la memoria. Y para eso había que estar al pie del cañón, a ser posible con indumentarias 'ad hoc' como la camiseta del Athletic o la naranja de Euskaltel, estandartes como ikurriñas y banderas rojiblancas, y por supuesto bien pertrechados: sillas y mesitas de playa, mochilas con buenos suministros, pequeñas neveras con refrigerios... Algunos incluso se animaron a llevar altavoces para ambientar la espera con musicota y hasta se vio a un trikitilari dispuesto a amenizar lo que hiciera falta.
La mañana salió nubosa, de una grisura cantábrica. Había algo de viento y una temperatura muy agradable. «Si no llueve, perfecto», dictaminó un entendido. Ayer era conveniente estar cerca de los entendidos porque son una gran fuente de información, siempre a la última, a la que salta, conectados a sus móviles. Además, el paso de la Grand Bouclé, como todas las pasiones, provoca muchos interrogantes.
A las doce menos veinte, detrás de dos parejas de motoristas de la Ertzaintza y de la Gendarmería francesa, apareció una de las furgonetas de la Boutique Oficial vendiendo artículos a 20 euros. Fue la primera atracción. El conductor era un francés simpático y tombolero que chapurreaba castellano y hubiera chapurreado en urdú si se trataba de vender. Un profesional, el adelantado de una caravana publicitaria que empezó a pasar a partir de las doce del mediodía y que, realmente, decepcionó.
Siempre es bonito verla, con su estela inconfundible, ese aire entre errante y festivo a caravana de circo y cabalgata de Reyes, pero lo cierto es que fue más corta, peor sincronizada, menos variada y más pobre en regalos. Ni comparación con la de hace veinte años en Castillon en Couserans, se dijo el cronista. Lo mejor se redujo a cinco minutos en los que coincidieron los cuatro helicópteros volando como en 'Apocalipsis now' con las furgonetas de la CGT haciendo sonar a todo volumen 'La Macarena' y, sobre todo, la caravana del Asterix Park, anunciando una nueva atracción llamada Toutatis.
«Ya están en Berango», informaba el entendido, absorto en la retransmisión de la etapa, hasta el punto de que uno se preguntaba si levantaría la vista cuando el pelotón le cruzara por delante. Era la una y media. Los ciclistas se acercaban y subía la temperatura de la emoción. Sopelana, Urduliz... La gente tomaba posiciones. La inminencia de la llegada la anunciaron los coches del diario 'L Equipe' y de los equipos participantes, con las bicicletas en las bacas: Treck, AG2R, Groupama, Arkea, Movistar, Jumbo, Astana, Ineos... Poco después, el estruendo de uno de los helicópteros, de los policías motorizados haciendo sonar sus sirenas y de los vehículos de la dirección de carrera obligaron a contener el aliento.
Y entonces se les vio entre el griterío y los aplausos del público. 13.51 horas. Primero fue un grupo de cinco escapados, que tomó la rotonda por la izquierda. Fue visto y no visto. Poco después apareció el pelotón, muy bien ordenado, cada equipo muy junto. También fue un suspiro. Y por detrás, en la cola del cometa, entre más coches y motos, un ciclista retrasado, el dorsal 84, Alex Kirsch, campeón de Luxemburgo. «Ha tenido que pinchar», aseguró el entendido y el cronista asintió, totalmente de acuerdo, mientras esperaba la llegada del coche escoba, una debilidad personal. Siempre he pensado que nada refleja mejor la dureza del ciclismo que el hecho de que se hable de escobas, como si los caídos en la batalla fueran un desperdicio. El 'Voiture balai', como dicen los franceses, es, en realidad, una furgoneta, rosa y blanca. Por la cuesta de Paulina pasó vacía, pero es que el cometa Tour no había hecho más que aparecer.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Fallece un hombre tras caer al río con su tractor en un pueblo de Segovia
El Norte de Castilla
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.