Hasta que confesó haber recurrido de forma sistemática al dopaje y sus siete triunfos en el Tour fueron anulados, Lance Armstrong ejerció un dominio sobre la carrera que nadie ha alcanzado jamás. Su historia, además, tenía el formato de un milagro. Luego resultó una mentira.
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En Texas el agua es vida. 'Dead Man's Hole' (Agujero del Muerto) es un pozo excavado sobre caliza y enclavado en un lugar perdido. En una colina sin caminos. Armstrong, de tanto ir allí, rotuló una carretera con las ruedas de su todoterreno. Le gustaba ese sitio. «Cada vez que necesito convencerme de que voy a seguir viviendo, me acerco hasta allí». Al llegar siempre se paraba ante los 14 metros de altura de la cascada. «Es lo suficientemente larga como para que me dé tiempo a pensar». Y saltaba. Así se sentía vivo. El miedo a morir le daba vida: notaba palpitar su corazón. Tras el vértigo por la caída y el chapuzón, salía del agua y volvía rápido a casa. «Entro por la puerta como una exhalación, llamando a mis hijos. Les doy un beso. Agarro una lata de cerveza negra 'Shiner Bock' con una mano y a los tres pequeños con otra», contó. Hay muchas formas de definir la vida. Esa era la suya. «Lo único que sé es que hay algo que me impulsa a saltar», aseguró en su segundo libro autobiográfico, 'Vivir cada segundo'.
«Hay días en los que me siento más viejo de lo que indica mi edad. Como si hubiera vivido más tiempo». A Lance, uno de sus amigos le llama 'el repescado'. Cuando enfermó, cuando le invadió el cáncer, se dijo: «Si tengo otra oportunidad, haré bien las cosas». Notó que el tiempo es limitado, que es mejor levantarse cada mañana para vivir a tope un día más. A plazos cortos. Al regresar de la enfermedad se le vino encima el éxito deportivo. La victoria en el Tour'99. Pero aún tenía memoria de aquel olor: «Lo reconocería con los ojos cerrados. Olor a desinfectante, medicamentos, comida pésima de cafetería, y aire reciclado, rancio y artificial. Y esa iluminación de luz fría que hace que todo el mundo parezca pálido». Ese era el ambiente del hospital. Así huele el cáncer.
«'Dopado', me chillan los franceses. No pasa nada. Nunca he dado positivo en ningún test. Ni se me pasa por la cabeza darlo. ¿Por qué? Porque las únicas evidencias que encontrarán son las propias de un trabajo duro», se defendía. El Día de Acción de Gracias de 2000, las autoridades francesas anunciaron la apertura de una investigación sobre Armstrong por supuesto consumo de drogas. «Me quedé de piedra», replicó. Durante el Tour de ese año, alguien grabó en vídeo a dos personas del US Postal mientras arrojaban basura a un contenedor. La cinta fue enviada de forma anónima a un fiscal y a una cadena de televisión. Así comenzó el escándalo. La investigación se centró en un fármaco, el 'Actovegin', tras aparecer una caja vacía en la basura.
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«En mi vida había oído hablar de ese producto». Armstrong se informó de inmediato: el médico del equipo lo había incluido en el botiquín, con permiso de las autoridades francesas, porque uno de los auxiliares era diabético. «Era legal y nunca estuvo prohibido». Se sentía acosado en Francia. «No éramos culpables, pero allí querían que lo fuéramos». Al final, cambió de hogar. Dejó Niza por un palacete en el barrio judío de Girona. «El apellido de mi hijo Luk es Armstrong. Cuando vaya al colegio no quiero que nadie le diga: 'Ah, sí. Tu papá es aquel farolero, el dopado'. Eso me mataría».
Cinco años después de aquel diagnóstico que le anunció el cáncer, por fin estaba curado: «Las probabilidades de que vuelva a tener problemas son, básicamente, nulas», le dijeron los médicos. Regresó a Austin, reunió a su familia y se sentó con ellos en el porche de su casa, a la que pusieron de nombre 'Milagro'. Cuadraba con su historia: un enfermo que resucita para ganar siete ediciones consecutivas del Tour, entre 1999 y 2005, y superar así a todas las leyendas de este deporte.
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Mucho después, en enero de 2013, la periodista Oprah Winfrey le preguntó ante las cámaras si se había dopado. Armstrong encogió sus labios. Al abrirlos, frío, sin emoción, contestó: «Sí». Con tal afirmación derrumbó su mito, su pasado omnipotente y tiránico, su historia invencible. Había sido un campeón carnívoro. Su oficio era humillar rivales. Y el dopaje, como admitió al fin, «formaba parte» de ese «trabajo». En realidad no fue una confesión, sino una confirmación. Ya lo habían contado todo varios de sus gregarios. «Fui un capullo arrogante. Todo fue una gran mentira que repetí muchas veces. Vivía muy bien y era difícil renunciar a esa vida», soltó sin pestañear ante Winfrey.
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