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El gas mostaza se comía la carne de los soldados hasta el hueso, sobre todo las partes blandas, la nariz, los pulmones, los genitales. Lo llamaron así por su olor a mostaza. Aunque también se le conoce como «iperita», porque fue en el frente de ... Ypres donde empezaron a excavarse las trincheras de la I Guerra Mundial y donde más se utilizó este gas corrosivo y cruel. El 28 de junio de 1914 fue asesinado en Sarajevo el archiduque Francisco Fernando, heredero al trono austrohúngaro. Esa chispa desató el conflicto. Aquel mismo día, desde París, partió la primera etapa del Tour: la ganó el belga Thys, que luego también se llevó aquella edición, la última antes del parón por la guerra. La Grande Boucle, enterrada cuatro años, no cayó. Se levantó de inmediato. El 20 de noviembre de 1918, sólo nueve días después del armisticio, el director de la ronda, Henri Desgrange, desveló ya el recorrido de la edición de 1919, la primera después de salir de las trincheras. En esa enorme sepultura habían quedado enterrados unos 50 ciclistas francesas, alemanes, británicos, belgas, italianos, austriacos, luxemburgueses y suizos. Entre ellos, tres vencedores del Tour: Lucien Petit-Breton (1907-1908), François Faber (1909) y Octave Lapize (1910).
En Europa el aire se llenó de odio. Los teatros alemanes prohibieron a Shakespeare. Mozart fue tachado de los conciertos franceses. El mundo se precipitó por ese abismo.
En Colombes, cerca de París, hay una calle dedicada a François Faber, el 'Gigante de Colombes'. Esa pequeña placa es una ventana que abre la enorme historia de este coloso, alto, de más de 1,90 metros, y poderoso, casi cien kilos de músculo. Un Hércules sobre ruedas que se hizo así de fuerte estibando en los muelles. Con esa enorme arquitectura se convirtió en estrella del ciclismo. Y se ganó fama de caballero: esperaba y ayudaba a los rivales que sufrían averías y hasta se rezagaba para recoger comida para los que padecían la 'pájara'. Luego, tras su labor humanitaria, reemprendía la marcha y, a menudo, ganaba la etapa. Tenía la nacionalidad de su padre, luxemburguesa. Pudo librarse de ir a la guerra. Pero fue. El honor. Se alistó en la Legión Extranjera. Por Francia. Cayó en el frente en 1915.
Nadie encontró su cadáver, descuartizado y sepultado en el hoyo de un obús. Sólo apareció un pantalón con su apellido: Faber. El dorsal de un héroe. De su muerte hay versiones. Al parecer estaba en primera línea de fuego en la batalla de Artois. Sonó el silbato y salió de la trinchera a por los alemanes. Notó algo en la tripa. Se echó la mano al estómago y sintió el calor de la sangre. Según otros testimonios, Faber abandonó la trinchera para socorrer a un soldado amigo. Lo cargó al hombro y, justo ahí, una bala lo mató. Esa mañana había recibido una carta en la que su esposa le anunciaba el nacimiento de su hija. Faber tenía 28 años, había sido segundo en el Tour de 1908, ganó el de 1909 y pudo haber vencido en el de 1910 si un perro no se hubiera cruzado en su camino. Esa edición, la primera que subió a los Pirineos, fue para Octave Lapize, otro campeón que se quedó en aquella masacre.
Y otro que, como Faber, eligió esa manera de morir: la guerra. Lapize, el que en 1910 gritó «¡Asesinos!» al coronar primero el entonces inédito Tourmalet. Lucía bigote en punta, era agresivo en carrera y era sordo. Por eso, pedaleaba siempre en plena concentración. Vivía de sus ojos. La sordera no le impidió ganar el Tour, pero sí le apartó del ejército. Fue declarado no apto. Lapize se negó a ese veredicto. Era un campeón y logró al final alistarse como voluntario. Ascendió a sargento de aviación. El 14 de julio de 1917, fiesta nacional, volvió a mostrar su audacia. Volaba sobre el cielo de Lorena y vio un biplano alemán. Lo persiguió. Picó su avión sobre el enemigo. Le descargó cientos de cartuchos. Pero por perseguir a su pieza se metió en territorio germano. Una ametralladora antiaérea lo derribó. Lapize tenía 29 años, seis menos que Lucien Petit-Breton cuando murió, en 1917, en Troyes, víctima de un accidente de tráfico en el frente.
La breve e intensa vida de Petit-Breton refleja su tiempo. Su padre, Clement Mazan, era relojero en la región del Loira-Atlántico. Y era republicano. Por dos veces se presentó a las elecciones legislativas y en las dos fue rechazado. Se sintió excluido, vilipendiado por sus conciudadanos, y cogió a su esposa y sus cinco hijos y dejó Francia. En barco. A otro mundo. A Argentina. A Buenos Aires, donde montó su relojería. Pero no daba para tanta boca y puso a los chavales a trabajar. A Lucien lo colocó de botones en un club deportivo de la burguesía platense. Allí descubrió uno de los deportes de moda, una novedad: las pruebas ciclistas de velódromo, los Seis Días. En dos años, Lucien ya estaba pedaleando. Eso sí, de forma clandestina. Al padre relojero no le gustaba aquel 'vicio'. Por eso, Lucien se quitó el 'Mazan' y se puso 'Breton' para apuntarse de incógnito a las carreras. No le duró mucho ese nuevo apellido. De regreso a Francia para probar como ciclista, descubrió que ya había un 'Breton' famoso. Así que se distinguió con el 'Petit-Breton' que llevó en sus dos victorias en el Tour de Francia. El primer doblete.
Antes de conquistar el Tour, lo perdió. Debutó en 1905 por petición de su patrocinador, Peugeot. Fue la edición del sabotaje. En la primera etapa, la carretera apareció sembrada de chinchetas. Petit-Breton, como tantos otros, se quedó sin recambios para sus agujereadas ruedas. Resignado, cogió un tren de regreso a París. Al día siguiente, Henri Desgrange, director de la carrera, decidió repescar a los retirados. Se había quedado casi sin ciclistas. Lucien terminó quinto aquel Tour, pese a la penalización por su abandono. Un año después finalizó cuarto, el primero entre los corredores que iban por libre. Así era aquel ciclismo: los corredores con equipo podían cambiar de bicicleta en cada etapa. Eso estaba prohibido para los 'libres'. Cada noche, Petit-Breton cubría la cama con papel de periódico, desmontaba la bicicleta, la limpiaba pieza a pieza con petróleo y la volvía a engarzar. Con el mimo de un relojero.
Las victorias llegaron en 1907: venció en la Milán-San Remo y en el Tour. Su dominio tocó la cima en 1908: ganó otra vez el Tour, incluidas cinco etapas, tras frenar en las cuestas el ímpetu de Faber. Domado el Tour, prometió no volver a la carrera francesa. Fichó por el Fiat italiano, que le proporcionó una bicicleta con cambios. ¡Increíble! ¡Ciencia ficción! Ya no era necesario bajarse de la bicicleta para cambiar de desarrollo. Cuando al fin obedeció a su esposa y dejó el ciclismo, abrió un garaje. Su otra pasión, el automovilismo. Con esa profesión, chófer, fue reclutado para la I Guerra Mundial.
De su final también hay versiones. En algunos relatos se cuenta que en la noche del 19 de noviembre de 1917 le habían encargado una misión. Tenía que llevar con urgencia un documento. En otras narraciones se dice que ese día, al fin, había conseguido permiso para ver a su esposa, María Magdalena, y que iba veloz a recogerla a la estación de Troyes. Más allá del motivo de ese último viaje, todos coinciden en la descripción del accidente. En el embarrado y peligroso camino se encontró con un carro de caballos cruzado. Maniobró para sortearlo, pero el carro hizo un movimiento brusco e impactó contra el automóvil de Petit-Breton, que se precipitó sobre una fosa. El doble campeón del Tour falleció camino del hospital de campaña de Troyes. El conductor del carro iba borracho. Durante la I Guerra Mundial murieron más de nueve millones de combatientes. Tres de ellos habían ganado el Tour.
La guerra siempre está ahí, a la espera. Cuando el 28 de junio de 1914 fue asesinado en Sarajevo el archiduque Francisco Fernando, 145 ciclistas pedaleaban esa misma mañana en el último Tour antes de la I Guerra Mundial. Quince de ellos fallecieron luego en los combates. El diez por ciento del pelotón. Otros muchos, amputados por balas y obuses, no volvieron a pedalear. El domingo 29 de junio de 1919, con las cenizas de la hecatombe aún humeantes, echó a rodar de nuevo el Tour. Sobre carreteras destrozadas. Sin apenas material para los ciclistas, que tuvieron que recorrer 5.560 kilómetros. Llovió a mares. Hizo frío en pleno verano. Sólo once corredores llegaron a París. Supervivientes del Tour y de la guerra.
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