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Ni Aníbal, el conquistador cartaginés, se atrevió con el Iseran. Para cruzar a Italia con su pelotón de elefantes eligió otra montaña menos salvaje, Mont Cenis. El Iseran es indomable, como la naturaleza. La emisora interna del Tour difundió la alarma: «Mensaje importante. La carretera ... está cubierta por una granizada. Queda mucho granizo aún. No está practicable. La etapa queda neutralizada inmediatamente. Además, hay una avalancha de tierra». Stop.
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Trond Iversen (@trondiversen) July 26, 2019
Cuando el Tour se emocionaba con la galopada de Egan Bernal por los bucles de este puerto de 2.770 metros de altitud, el cielo tejió una tormenta en el descenso, en Val d'Isere, a unos 25 kilómetros de la meta en Tignes. Las cámaras del Tour apagaron la carrera y se colocaron a rueda de un quitanieves que, apresurado, trataba de limpiar la carretera, convertida de repente en una pista de esquí. La granizada rescató el invierno y arrastró por la ladera del monte una ola de barro y tierra que cegó el asfalto del Tour por el que iba a pasar la carrera.
Los jueces de la Unión Ciclista Internacional (UCI) neutralizaron la etapa en su mejor momento. Y decidieron dar por buenos los tiempos en la cima del Iseran y dejar la jornada sin ganador. Por el Iseran pasó primero Bernal -cogió 8 segundos de bonificación-, con un minuto sobre Thomas, Kruijwijk, Buchmann, Landa y Urán. Y con dos minutos sobre Alaplilippe, líder destronado. El maillot amarillo es ya de Bernal, el portento de 22 años. Él es la otra avalancha de este Tour. Le saca 48 segundos a Alaphilippe y 1 minuto y 16 segundos a Thomas. Tras la retirada de Pinot y el hundimiento de Quintana, Landa es sexto, a cuatro minutos y medio de Bernal, lejos del podio. Los tiempos tuvieron que obtenerse con los aparatos GPS, ya que el cronómetro oficial estaba en la meta.
El reglamento de la UCI para casos así deja abierta todas las opciones. Según el artículo 2.2.029, los jueces pueden neutralizar la etapa, pararla para dar más tarde una nueva salida, considerarla como no disputada o buscar un recorrido alternativo. No dudaron. La pararon. Y detuvieron el cronómetro en el Iseran. Bernal ni ganó la etapa ni cobró la bonificaciones de la meta de Tignes a la que no llegó. Pero recogió un consuelo de oro: el liderato. Lo merece. Hasta ese momento era el dueño de la jornada. Voló por encima de Kruijswijk, Buchmann y Landa, que no pudieron soportarle el ritmo. Queda una incógnita: Thomas, compañero de Bernal en el Ineos. El galés iba a rueda de Kruijswijk y Buchmann, cómodo. ¿Preparaba su contraataque en Tignes? Nunca habrá respuesta. Fala solo una etapa de montaña, la que finaliza en Val Thorens, otro puerto alto que beneficia a Bernal. Thomas, último ganador del Tour, está obligado a proteger al que ya parece su sucesor.
Por la avalancha y el corte de carretera, los ciclistas se refugiaron en los coches de sus equipos. Se cambiaron de ropa. Comieron. Tenían que llegar hasta Tignes porque la mayoría dormían allí. Bernal, encima, debía subir al podio. Llegó tarde. Emocionado. Su madre, Flor, le rodeó con un abrazo lento, tierno. Profundo. Sin palabras. El nuevo líder, ojos rojos y brillantes, no sabía ni qué decir. «No me lo puedo creer...» Le costaba hablar. No hace tanto, en casa viendo las retransmisiones del Tour, su padre, Germán, le repetía: «Verás cuando tu estés allí». Egan Bernal ha conseguido ese imposible. Acaricia la victoria final en su segunda Grande Boucle. «Ver aquí a mi papá, a mi mamá...». Soñaba de pie tras un día que se hizo hueco en la historia del Tour.
A estas alturas de carrera de los ciclistas queda el esqueleto. Muertos vivientes que, pese a todo, siguen pedaleando como locos. Los 126 kilómetros desde Saint-Jean-de-Maurienne a Tignes eran perfectos para escenificar una etapa gigante. Y los ciclistas se empeñaron. Salvo uno. Thibaut Pinot, el cuarto en la general. No pudo. Atrapado en su maleficio.
El cuerpo humano renueva sus células cada siete años. Pero ni ese cambio ha variado el sino de Pinot. Casi tiene más historial como paciente médico que como ciclista. Enfermedades, vértigos y lesiones le ha convertido en un corredor intermitente. De siete Tours se ha retirado en cuatro. En el Giro de 2018 se bajó tosiendo neumonía en la última etapa de montaña. Ahora se va tan cerca de París. Francia esperaba su ataque en el Iseran. Lo había anunciado. Era el día. Y no.
La decimonovena jornada apenas había echado a rodar cuando Pinot, gesto doliente, levantó la mano. La pierna derecha le crujía. El dolor de un desgarro muscular. Cicatriz interna. Su compañero William Bonnet le esperó. Pinot lloraba. Tuvo que frenar y, con las manos tapando el llanto, meterse en un coche. De nuevo se le quedaba todo a medio hacer. Antes de este Tour dijo que no quería ganarlo, que convertirse en un ídolo le quitaría su vida, su apacible vida en el campo. Y ahora que, tras brillar en los Pirineos, se atrevía a cargar con la fama, la salud se le ha vuelto a resquebrajar. La maldición de Pinot no cesa.
Pese a su ausencia, la etapa corría a lo grande. El Ineos de Bernal y Thomas no dejó espacio a la fuga de Valverde, Amador, Soler, Nibali, Pello Bilbao, Izagirre, Simon Yates, el peligroso Urán... El equipo británico salió a ganar el Tour en el Iseran. A guillotinar allí a Alaphlippe. A ocupar su lugar. Cuando se les acabaron los gregarios, apretó Thomas. Y luego, flecha, arrancó Bernal. El Tour saltó por los aires. Alaphilippe, sin reventar, empezó a pedalear sobre arenas movedizas. Con cada pedalada lenta perdía un trozo el maillot amarillo. Bernal, sentado, poderoso, le desvestía. El colombiano pasó solo el Iseran, con 5 segundos sobre el fugado Yates, un minuto sobre el grupo de Thomas y Landa, y dos sobre el retorcido Alaphlippe. Ahí se acabó. El resto de la etapa quedó enterrada en una avalacha y quizá privó al Tour de sus veinte mejores kilómetros. «Parar una jornada así es una decepción, pero había que hacerlo», sentenció Christiam Prudhomme, patrón de la carrera.
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