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Tras cruzar la meta y antes de llegar a los micrófonos que preguntan, Alberto Contador se mira la mano zurda. Está arañada, teñida de tierra. «Estoy bien. No es nada». Lleva el codo izquierdo tocado, lo mismo que el muslo derecho. Le duele Córcega desde ... el primer día del Tour 2013. La isla pertenece aún al pasado, a antes de que la codicia turística arrasara el Mediterráneo. No se ha dejado conquistar por el progreso. Es opaca, secreta, virgen. Y casa mal con toda esta tecnología que está convirtiendo el ciclismo en un videojuego. En Córcega es mejor pintar la raya de meta con una tiza. Si no, hay problemas. Como en el inicio de la edición número 100 del Tour, el día que ganó al sprint el alemán Marcel Kittel, se cayeron Froome y Contador, y se rompió la clavícula Tony Martin. Le echaron la culpa al autobús del equipo Orica, que se atascó justo bajo la pancarta digital de la meta cuando ya venían los corredores. Pero, en realidad, la culpa fue de la modernidad. De la televisión y las emisoras que ladran las órdenes de los directores de equipo. De cosas que nada tienen que ver con esta isla conservada en otro tiempo.
La edición cien del Tour se diseñó como un paseo por los museos paisajísticos de Francia. Despliegue mediático. Cada noche se monta la meta de la etapa siguiente. El pórtico metálico donde está la llegada se puede regular en altura. Primero lo colocan bien alto, para que pase la caravana publicitaria con sus figuras de fibra sintética. También cruzan los autobuses de los equipos, que son como naves espaciales llenas de pantallas y lujos. Es un mundo de aire acondicionado, aséptico. De cristales tintados. Perfecto, hasta que algo lo altera. Y tenía que ser en Córcega. Frente a un mar turquesa y playas intactas.
Incluso habían borrado las pintadas independentistas que decoraban los kilómetros finales. Que no se lean por la televisión en los 190 países que miran. Pero algo falló: el autobús del Orica no llegó a tiempo. Cuando apareció, ya habían bajado el larguero del pórtico hasta 4,5 metros. Estaba a la altura para salir bien en las pantallas. Y ahí se atascó el bus. Al chófer se le vio con las manos en la cabeza. Ni para delante ni para detrás. Coagulado. Horror. A los corredores, que venían en estampida, les faltaban diez kilómetros. Un cuarto de hora.
De repente, había que usar las manos. Empujar. Qué hacer. El mando del videojuego se bloqueó. El bus no respondía. El Tour se sentía atrapado en esa tela de araña. Lo estaba viendo el mundo. Auxilio. Y entonces, el jurado decidió adelantar la línea de meta, situarla a tres kilómetros del final. Las emisoras cantaron la orden. Los ciclistas, que van ciegos, guiados por micrófonos, obedecieron. Faltaban seis kilómetros. Dos kilómetros más allá, volvieron las voces. Alguien había usado las manos para algo más que apretar botones. Simplemente, deshinchó las ruedas del autobús. El vehículo, al fin, podía recular. La meta volvía al origen. Y fue ahí, justo antes de entrar en los tres últimos kilómetros -en ese tramo no cuenta el tiempo si hay accidente-, cuando tropezó el Tour con Córcega. Mientras escuchaban las nuevas órdenes de sus directores, los ciclistas se metieron en una tremenda caída. Zanja corsa. Relincho de dolor. Sagan se había pintado la cara con las rayas negras de los maoríes. Señal de guerra. Ahí quedó tirado, triturado. Como Rui Costa, Van Garderen, Egoitz García, Thomas y Cavendish. Tony Martin se incrustó contra otro ciclista. Se mareó. Se tuvo que ir del Tour.
Contador no les esquivó. La araña del Tour siempre está en vela, sobre todo en la tortuosa Córcega, una isla a la que le sientan mal el asfalto, el hormigón y la tecnología. Antes, a mediodía, Córcega ya había marcado a Froome, que se había caído en los kilómetros neutralizados. Golpeado sin iniciar el combate. En el Tour, ya se sabe, siempre pasa algo. Luego, tras la fuga de Lobato, Flecha, Cousin, Lemoine y Boom, llegó todo. El atasco. Córcega está hecha para la tiza y los carros; no para los paneles digitales y los autobuses. Es una isla con temperamento, con carreteras donde aún tienen preferencia de paso los rebaños de ovejas y las piaras de cerdos. Cuando la carrera veía ya las fachadas genovesas de la meta en Bastia, Contador, Froome, Valverde y Evans se colocaron delante. Se olía la tensión.
El miedo a las caídas las provoca. Primero, él solo, Hoogerland se empotró contra la hilera de publicidad que flanquea los tramos de carretera que van a ser televisados. El ciclismo es publicidad. Un cartel que pedalea. El batacazo de Hoogerland hizo de espoleta. El dominó vino enseguida. Como si sobre el pelotón hubiera caído una bomba. Corredores por el aire. Corredores por el suelo. El tajo lo salvaron Kittel, que pudo con la fuerza bruta de Kristoff en el sprint, y también Evans, Valverde, Froome y 'Purito'. Pero no Contador. Tumbado en Córcega. Con la bici estropeada y el cuerpo golpeado. Se levantó y siguió hasta la meta al trantrán. Se había caído a 4 kilómetros del final, pero los jueces, después de que el autobús atrapado rompiera la máquina de la foto-finish, anularon las diferencias de tiempo de ese tramo. Ya casi nadie sabe contar a mano. Contador no cedió ni un segundo, aunque sí piel. Al entrar miró su mano crispada. «No es nada. Aunque igual me cuesta un poco más dormir», declaró. «Esto es el Tour de Francia. A veces, es una lotería».
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