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Luis Ocaña fue una inspiración. Algo tenía aquel rostro de ojos oscuros y melancólicos. Era un personaje apasionante que perdió varios Tours y ganó uno, el de 1973. Tuvo fama de valiente, pero fue más que eso: le tenía tanto miedo a Merckx que no ... dejó de atacarle. Hay dos maneras de ser: los que se esconden en la fila y los que, pese a su temor, dan un paso adelante. Los que saben que van a morir y deciden cómo. Así compitió, vivió y murió. El 19 de mayo de 1994, con 48 años, arruinado, triste y enfermo, se pegó un tiro. No se resignó a una muerte lenta y dolorosa como la de Anquetil, comido también por el cáncer. Decidió su fecha final. No le gustaba lo que veía en el espejo. Y al apretar el gatillo, al apagar la luz, rompió el cristal. Queda el recuerdo que dejó...
Luis, en realidad, se llamaba Jesús Luis Ocaña Pernía. Su historia es la de un náufrago en tierra. Era el mayor de seis hermanos de una familia de Priego (Cuenca), de un pueblo que emigró. Nació crucificado. Así fue su vida: cruz y cara. Le tocó ser niño de posguerra, rural; lo justo para comer. Con un padre que andaba en los olivos o cardando lana; en lo que fuera para alimentar a todos. Luis le echaba una mano. «Mi padre me decía que los olivos eran un símbolo de esperanza y paz. Yo no sabía entonces lo que quería decirme». La cruz, por la miseria. La cara, por su padre. «Fue un hombre valiente», le definió Luis cuando ya había ganado el Tour. Ese valor fue la herencia.
Y la memoria. Con seis años, los Ocaña meten su vida en un par de maletas de madera y suben el mapa hasta Vilach, un pueblo del Pirineo, al lado de Vielha, a la sombra del Portillón, la frontera con Francia. La emigración es la cruz. El padre trabaja en los túneles de la Central Eléctrica, en el Valle de Arán. Hace frío. Luis es enfermizo. Tiene los bronquios débiles y el orgullo innato. En el colegio, por no saberse la lección, la maestra le golpea con una regla en la cabeza. No vuelve a esa escuela. Su padre no consiente algo así y le manda a Vielha, con los Hermanos de La Salle: siete kilómetros a pie de ida; lo mismo de vuelta. «Allí aprendí a ser un hombre», contó. Ya lo era cuando con 12 años la familia marcha a Francia en busca de sol y oportunidades. Al otro lado de los Pirineos. El padre encuentra hueco de peón en una finca de Gers. Tiene que comprar una bicicleta para el traslado de cada día. Una máquina mágica. Un descubrimiento. «Era mi reina. Cuando mi padre no me veía, yo la cogía». Pedaladas furtivas, secretas. Las primeras.
La bici era la cara. El idioma, la cruz. Un niño de Priego en una escuela francesa. Siempre postizo: español en Francia; francés en España. Extranjero donde estuviera. A los catorce ya trabaja de aprendiz de carpintero. Ese año, 1959, Bahamontes, otro castellano, gana el Tour. Luis quiere ser como el gran Federico. En Navidad, en un viaje a Priego para ver a la familia del pueblo, Luis le pide a su padre un regalo: ir a Madrid, al Palacio de los Deportes, que allí iba a estar aquella tarde el 'Águila de Toledo'. Consigue el autógrafo de Bahamontes. «Lo coloqué en la tija del manillar de mi bici». Sí, ya tiene una. España ha sido la cruz; Francia es la cara. Aunque en casa tiene que ocultar su vocación ciclista. Furtivo de nuevo. Imita la firma del padre para tramitar la licencia y gana su primera carrera con una bicicleta prestada. Logra esa victoria en Mont de Marsan y no le dice nada a su padre. Allí mismo, años después, levantará su casa. En el lugar de la primera piedra de su carrera. Cara. Allí mismo se matará en 1994. Cruz.
Luis apenas tiene escuela, pero le gusta el dibujo, hacer cosas con las manos. Va para carpintero. Hasta que le puede su carácter. Ve al patrón humillar a un empleado. Hay bronca. Y Ocaña acaba lanzándole un hacha al jefe. Queda clavada en la puerta por la que sale para ser ciclista. «No pierdas el tiempo en pedalear», le repetía su padre. Desobedece. Y deja su hogar con 19 años para vivir en una pensión de Mont de Marsan. Ciclista amateur. Su futuro apostado en ese billete de lotería. En una de aquellas tardes sin nada se cruza con Josiane, una chiquilla de 16 años. No duda. Un paso adelante. Busca al padre de la joven y se lo dice. Quiere a su hija. Al año siguiente se celebra la boda. Ya está casado. Ya es casi ciclista: gana la Vuelta al Bidasoa amateur por delante de López Carril y, al fin, ficha por el Mercier, el equipo de Poulidor. Allí no cuadra. Luis es volcánico, corre sin bozal, a dentelladas. Le frenan. Tratan de domarle para que tire del viejo 'Poupou'. Nada de eso. Así que recorre el camino de vuelta y regresa a la otra ladera de los Pirineos para vestirse el maillot del equipo vasco Fagor, dirigido por Matxain.
No espera. Debuta como profesional y gana la primera y la segunda etapas de la Vuelta a Andalucía. De regreso a su casa en Francia, pasa por Priego. El paisaje del principio. Los olivos de su padre, que ahora agoniza enfermo tan lejos de allí. Sabe que el 'viejo' no volverá a pisar su tierra. ¿Cómo llevársela? Luis Ocaña encuentra la manera: tiene que ganar el campeonato de España, que esa temporada (1968) se disputa en Mungia, y ofrecerle el maillot a su padre. Un trozo de su país. Lo hace y bate el récord de velocidad de la prueba. Tenía prisa. Llega a tiempo para ver cómo su padre estruja emocionado la camiseta del campeón. «Me voy tranquilo. Aquí queda Luis. Él cuidará de los pequeños», dijo el padre del ciclista, según las crónicas de entonces. Poco después, fallece. Luis se hunde, deprimido. Un traje abandonado. Cruz y cara. Su esposa le rescata. Sabe cómo hacerlo: con la bicicleta.
Pero Ocaña había nacido crucificado. Vino al mundo en junio de 1945, igual que Merckx, el mejor ciclista jamás visto, el más voraz. El mismo año, el mismo mes. Ya es mala suerte. Qué cruz. Los dos pisan por primera vez el Tour en 1969. El belga lo gana. Ganará cinco. Ocaña, uno, el de 1973. Luego, cumplidos los 48 años, sonó el disparo que cerró su vida. El genio conquense siempre tuvo el mal genio de guardia. Ocaña era una espoleta. Escribió Jorge Luis Borges que «toda casa es un candelabro donde las vidas de los hombres arden como velas aisladas». Juntando un dedo y un gatillo, Ocaña apagó la suya. Había dejado encendida para siempre una de las historias más apasionantes de este deporte.
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