![Tramo del Paddestraat en el Tour de Flandes](https://s2.ppllstatics.com/elcorreo/www/multimedia/2023/04/02/tour-de-flandes-desde-dentro-kM9H-U1901056470952VKF-758x531@El%20Correo.jpg)
![Tramo del Paddestraat en el Tour de Flandes](https://s2.ppllstatics.com/elcorreo/www/multimedia/2023/04/02/tour-de-flandes-desde-dentro-kM9H-U1901056470952VKF-758x531@El%20Correo.jpg)
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Cobble', 'cobble', 'cobble'. Es el latido de la ciudad flamenca de Oudenaarde. Es también el eco que resuena en la cabeza de las personas que se lanzan en bici por las carreteras de esta zona de Bélgica desafiando al viento, la lluvia y el frío. ... Y es todo un símbolo de identidad de un país que ha hecho del ciclismo un modo de vida. En realidad, 'cobble' es la traducción al inglés de 'kinderkopje'. Un vocablo flamenco que significa, de forma literal, 'cabezas de niño'. En castellano lo llamamos adoquín y en estas tierras belgas resultan vitales para salvar del barro las pronunciadas rampas que hacen accesibles sus colinas.
Estos muros jalonan el recorrido de los 273 kilómetros que cubren la distancia entre Amberes y Oudenaarde. Son 19 y están protegidos porque forman parte del patrimonio cultural de este rincón de Europa. El Tour de Flandes, una de las clásicas más importantes del calendario internacional, es su gran orgullo. No falta a su cita cada primer domingo del mes de abril. Como hoy, cuando la carrera será escenario de un nuevo duelo entre la estrella local Wout Van Aert y el neerlandés Mathieu Van der Poel. Ambos ciclistas están convirtiendo cada competición en una pugna de titanes; siempre, claro está, que el intratable Tadej Pogacar no quiera sumarse a la fiesta.
La cita ciclista reúne en la ciudad flamenca de Oudenaarde, que cuenta con 30.000 habitantes, a más de 120.000 personas, mientras que el público que se agolpa en las carreteras, ignorando el frío y la lluvia, suma más de un millón de almas. En la víspera, ayer, la coqueta Oudenaarde celebraba una versión cicloturista de su gran monumento. Tres redactores de EL CORREO participaron para conocer al detalle los secretos de un evento ciclista que los belgas consideran más importante, incluso, que el Tour de Francia, cuya salida será este año desde Bilbao.
Lo primero que llama la atención al equipo de periodistas es que el ciclismo forma parte del ADN de Flandes. «Para nosotros es un gran orgullo, tanto como nuestra arquitectura o como la pintura flamenca», asegura Ewoud Lagring. En Oudenaarde hay una máquina expendedora de neumáticos de bicicleta. La cerveza de moda tiene por nombre uno de los muros que hoy subirán Van Aert y Van der Poel. Y los parques infantiles no tienen columpios, sino juegos ciclistas. Es el deporte rey.
Nuestro objetivo es pedalear entre 144 y 177 kilómetros por las carreteras ratoneras, los caminos rurales de cemento y, sobre todo, por los muros de adoquín que hoy tendrán que subir los profesionales. Es un reto mayúsculo, porque la orografía de Flandes es una continua emboscada. En la línea de salida nos presentamos los tres redactores. Somos tres más en un grupo de 16.000 cicloturistas. Una gota en la inmensidad de un océano multicolor que se mueve a pedales y que no pone las cosas fáciles porque el riesgo de caída, sobre todo en los primeros kilómetros, es altísimo.
La tensión explota a muy poco de salir, en el kilómetro nueve. El camino que pensábamos que no podía ser más estrecho, desafía la física y sí, se hace aún más pequeño. Es el arranque del primero de los muros, el Molenberg. De repente el pelotón de aficionados se agolpa, los chirridos de los frenos se mezclan con gritos en flamenco, holandés, inglés o italiano de corredores que piden paso deseseperadamente. Nosotros ni siquiera hablamos, estamos demasiado concentrados en mantener el equilibrio.
El cemento del suelo ha cambiado por una mezcla de barro, hierba, agua y piedras medio enterradas sobre las que patinan y chocan las llantas de la bici. Un monumento, pero al dolor, en el que el cuerpo se somete a un temblor continuo que se queda pegado a los músculos varias horas después de terminar la carrera. Y es que en esta carrera, la fatiga no solo se acumula en las piernas. Los brazos, las manos y la espalda guardan en la memoria cada impacto del empedrado. Por no hablar de la bicicleta, de hecho mientras atravesábamos el Paddestrat, otro de los tramos de pavé, uno de nosotros percibe un fuerte ruido en su rueda delantera que nos obliga a parar. Descubrimos que se ha soltado por el traqueteo y que hemos rozado la tragedia. Por no hablar de los pinchazos. Sufrimos dos. En plena reparación, nos encontramos a un inglés al que tenemos que consolar. No sabemos si lo que resbala por sus mejillas es lluvia o son lágrimas. Su gran drama:haber traído su bicicleta de 8.000 euros recién comprada.
Cuando acabamos el ascenso del primer muro, creemos que podemos respirar aliviados, pero las ruedas patinan y nos recuerdan que en la bajada no podemos confiarnos ni un segundo. Eso es lo más llamativo:no se puede rodar ni un solo segundo tranquilo o en pelotón. Casi siempre se va en fila de a uno. La tensión constante solo la alivian los vecinos de las granjas que salen a animar vestidos con bata y zapatillas de casa y sin paraguas, aunque diluvia, como sucede 216 días al año en esta parte de Flandes. Hoy, los profesionales tendrán más suerte que nosotros: habrá sol, pero no el suficiente para secar el barrizal que ayer levantamos 16.000 aficionados. La tensión será máxima.
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