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El confinamiento tiene algún efecto colateral beneficioso. Hay tiempo para hacer memoria. A falta de deporte en directo, las cadenas de televisión emiten antiguas etapas de, por ejemplo, el Tour. La decimocuarta jornada de la edición de 2001 vuelve hoy (15.40 horas) a Teledeporte. ... Salió desde Tarbes y acabó en Luz Ardiden con victoria de Roberto Laiseka. El ciclista vizcaíno logró esa tarde de fiesta naranja en los Pirineos la victoria de mayor trascendencia en la historia del Euskaltel-Euskadi, debutante en la ronda gala. «Me iría ahora mismo del Tour, ya me puedo retirar del ciclismo»·, dijo ante la prensa mundial. Tenía razón. Su triunfo perdura. Inolvidable. Cambió la historia de su equipo.
Pedaleaba y hablaba, y miraba hacia atrás. No escuchaba ni a Armstrong ni a Ullrich. Pedaleaba y hablaba para dentro, para los suyos, para sus padres que veían desde Algorta con el corazón eléctrico la etapa de su vida. Pedaleaba y hablaba; se contaba su propia historia, la de un joven que hizo de la oposición su orgullo, la de aquel chaval enteco y desmañado al que había que poner de portero en los partidos de futbito en el Instituto de Formación Profesional de Algorta; la de un adolescente, ciclista por genética, que en los entrenamientos con sus amigos del Club Ciclista Punta Galea gustaba de arrancar y esperar a los otros junto al cartel del puerto. La de uno de esos aficionados que en 1990 ocuparon las cunetas de Luz Ardiden para ver a Induráin y Lemond, para animar a Marino Lejarreta. Mientras pedaleaba y hablaba, tuvo tiempo Roberto Laiseka para saludar a su gente, para verse reflejado en una hilera de gargantas que hacía de coro para el día de su vida y la de su equipo, el Euskaltel, debutante en el Tour, estrella en Luz.
En la última etapa de montaña, mientras Armstrong remataba su tercer Tour; Ullrich sellaba su condición de acompañante en el podio; Beloki, pese a los vómitos, ponía a Kivilev a tiro de un minuto y 20 segundos, y Galdeano acariciaba el quinto puesto en la general, Roberto Laiseka puso fuego en la montaña. Tenía el día formato de última oportunidad. Y Laiseka ya había sido segundo tras Cárdenas en Ax les Thermes. El Tour se repetía en su estela: Armstrong, Ullrich, Beloki, Sevilla, Galdeano, Kivilev, Chaurreau, Heras.... Los más fuertes cosieron sus dorsales en una fila que marchó por el Aspin y el Tourmalet como anestesiada por el yugo americano.
Laiseka, el último en cruzar el Aspin, escuchó en el Tourmalet tantas voces conocidas, tanto aliento regalado, que en un mar de ikurriñas y camisetas naranjas, invocó a la aventura. Hacía calor, su calor, y el sol que caldeaba su cuerpo también hacía centellear el lucero blanco de sus sienes. Pero no era aquel el disparo bueno. Ullrich, por detrás, mordía por una oportunidad que sabía perdida. Y aun así lo intentó. Armstrong volvió a seguirle, sin dibujar en su rostro ni un lamento. Fácil, como en el resto de los Pirineos, como en los Alpes, como desde aquí hasta París.
El descenso del Tourmalet reunió nombres. Todos juntos, salvo los supervivientes de la escapada del día: Moncoutié, Aerts y Belli. Ese intento parpadeaba ya como una lámpara a punto de apagarse. En el bucle que une el adiós al Tourmalet con el saludo a Luz Ardiden, el último puerto de este Tour, Ullrich sintió que la carrera se le retorcía, que se le iba. Y corrió para agarrarla, pero cada vez que estiraba su cuello el Tour estaba más lejos; más cerca de Armstrong. Una mirada por detrás, Laiseka vio en la renuncia final de Ullrich la espita para su mejor idea: atacar a 11 kilómetros para la cumbre de su vida.
Con las vértebras pinchando su maillot, con la medalla barqueando al cuello, al ritmo compulsivo de su pedaleo inquieto, Laiseka miró hacia la meta. Se la acercaban los gritos de los suyos, de una montaña anaranjada. Sus ojos corrían más que él, saltaban de una curva a otra. Alcanzaron a Moncoutié y Aerts; luego a Belli. Entre él y la cima ya no quedaba nadie; sólo el miedo a escuchar por detrás el hálito de Armstrong. Por eso se giraba, para no ver a nadie. Por eso pedaleaba para surcar tras un horizonte, otro; tras una curva, otra.
A 4 kilómetros de la meta, cuando por detrás Heras se justificaba al dejar solos a Armstrong y Ullrich -perseguidos por Beloki y Sevilla-, Laiseka, el único ciclista que aún perdura del primer equipo Euskadi, mantenía prendido su sueño con el hilo de poco más de un minuto.
Armstrong, con ambición en lugar de sangre, se contuvo por una vez. Su Tour era el de Ullrich no el de Laiseka. Y Roberto pudo vivir así su plenitud, el momento que de sólo imaginarlo tantas veces le había erizado la piel. El debutante tardío, el ciclista de papel sepia, el que viene del pasado, de un deporte más anárquico y romántico, veía ya la meta. Comenzó a hablar, a hablarle a su madre, a su padre, a sus amigos y a su novia; a él mismo. Le estaba poniendo letra a la canción de su vida, el himno para siempre del Euskaltel-Euskadi.
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