Todos los campeones son implacables, pero no todos son iguales en sus métodos ni en sus formas. Cuando su obligación es ganar, lo intentan por todos los medios, y su talento les permite conseguirlo por encima de los demás, sin concesiones. Subir a lo alto del podio es su objetivo y no descansan hasta hacerlo. Son ambiciosos y tienen, además de una indudable clase, ese instinto asesino que les permite oler la sangre del rival y rematarlo, pero cada uno parece hacerlo por motivos diferentes.

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Alejandro Federico Martín Bahamontes era un campeón que le ganaba la batalla al hambre, esa que arrastró desde la guerra y la miseria. Peleaba por cada puerto como lo había hecho por un chusco de pan en los años cuarenta. Miguel Induráin Larraya era un súper clase muy inteligente, que sabía repartir migajas aquí y allá para encontrar aliados cuando le hacían falta. Edouard Louis Joseph Merckx, hasta ahora el mejor de todos los tiempos, era insaciable y egoísta, capaz de no tolerar que un compañero de equipo pasara por delante de él en la cima del Tourmalet después de tirar toda la subida.

Bernard Hinault es, todavía, aunque lejos de la bicicleta, un francés indomable, salvaje, una fuerza de la naturaleza, todo un carácter, capaz de enfrentarse a tortas a un piquete que le impedía seguir en una carrera. Lance Edward Gundarson, conocido como Lance Armstrong, si es que existió alguna vez, porque no aparece en ningún palmarés, se convirtió en un tirano. Conmigo o contra mí; Jesús Luis Ocaña Pernía era la imagen del sufrimiento e incluso la desgracia sobre la carretera y Christopher Clive Froome se asemejaba a una máquina sin sentimientos, más pendiente del pulsómetro que de sus rivales.

Pogacar disfruta sobre la bicicleta, incluso cuando las leyes físicas aplicadas a los porcentajes de las montañas apuntarían más al sufrimiento

Y, de repente, surge un tipo como Tadej Pogacar, que parece que llega de otro planeta, y no es extraño, porque de su país, Eslovenia, no había más referencias ciclistas que las de Primoz Roglic, que -ya es casualidad-, compite contra él, y rompe con todos los moldes y los estereotipos del ciclismo y de los campeones.

Pogacar disfruta sobre la bicicleta, incluso cuando las leyes físicas aplicadas a los porcentajes de las montañas que le toca subir, apuntarían más al sufrimiento. Y no hace falta irse demasiado lejos para comprobar esa sensación, porque los ciclistas que le rodean, al menos hasta que aguantan, son la imagen viva del padecimiento e incluso el dolor sobre una bicicleta. Él no. Con los mechones rebeldes de su cabello asomándose por los agujeros del casco, el muy canalla parece reírse en cada pedalada, con un ritmo asombroso que hace pensar que cabalga sobre una bicicleta eléctrica. Pero no es así, claro. Cuando el sábado decidió dejar atrás a su séquito a cinco kilómetros de la cima del monte Grappa, ninguno de ellos hizo ni un leve amago de seguirle, para qué hacerlo, cuando lo único que se puede sacar de tal osadía es un calentón o un desfallecimiento.

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Pero Tadej Pogacar parece ganar por diversión. No hay ninguna maldad visible en sus ataques. Corre para él y para la gente que le ve pasar. Para el niño por el que ralentiza la marcha para entregarle el bidón que le acaba de dar el auxiliar; por sus compatriotas que atraviesan la frontera en masa para aclamarle vestido de rosa, y a quienes saluda levantando la mano. Para los que le ven a través de la televisión y a los que lanza un guiño pícaro y sonriente. Pogacar es un campeón inconmensurable y ha dado todo un espectáculo en el Giro, en el que solo el atrevimiento de Narváez, en la etapa inaugural, que le ganó al esprint, le ha impedido vestirse de rosa desde la primera jornada en Turín hasta la última en Roma.

No ha tenido rivales, es uno de los argumentos que se esgrimen para su superioridad estratosférica, pero, ¿alguien puede asegurar que los tendrá en el Tour? Porque el hombre que le ha cuestionado las dos últimas ediciones, Jonas Vingegaard, es posible que no llegue a la salida en las mejores condiciones después de su caída en la Itzulia, y como decía el torero Guerrita, después de mí, «nadie», y después, los demás, que es lo que puede suceder en la carrera francesa dentro de un mes.

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