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Solo la lluvia se saltó la tregua en la quinta etapa del Giro. Se disputó sobre un charco de 140 kilómetros, el que unía bajo el aguacero la salida de Frascati y la meta de Terracina, una orilla del mar Tirreno llena de pantanos. En ... un entorno así, estaba claro que iba ser un día de ciclismo submarino. Lo fue. Y por eso, por el mal estado del asfalto y por el temor a otra caída como al que ha sacado a Tom Dumoulin del Giro, los capos del pelotón, encabezados por Nibali, pactaron con la organización que los últimos 9 kilómetros no contaran para la clasificación general. Eso relajó a Roglic, el líder, y sus rivales, que dejaron la resolución para los velocistas, esos locos capaces de surfear sobre sus tubulares en una carretera líquida. A solas entre ellos, decidió la fuerza. Y por ahora nadie es más fuerte que el alemán sonriente, Pascal Ackermann, que remató a Gaviria en el borde del último charco.
No terminó de amanecer en Frascati, punto de salida. Las nubes, del color del asfalto, dejaron al Giro sin luz. Casi a oscuras en pleno día. Era un escenario triste. Sobre todo, para Tom Dumoulin, caído en la etapa anterior. El holandés tenía un doble dolor. La pena por haber perdido sus opciones de podio en un tropiezo y, además, el pinchazo de la rodilla izquierda cada vez que daba una pedalada. Con chubasquero y guantes para el frío y la lluvia, se presentó en la salida. No quería irse a escondidas. «No puedo dejar el Giro sin antes intentar seguir en él», declaró. La voluntad le duró un kilómetro. No todo es querer. Tuvo que retirarse bajo el aguacero cuando la etapa, que empezaba cuesta arriba, apenas había comenzado a rodar. Perdido el Giro, ya piensa en el Tour.
Sin el ganador de la edición de 2017, la carrera se sumergió en un paisaje acuático. Era una etapa corta, sin más dificultad que un par de cuestas menores, el Monte Compati y la Rocca de Papa. Subir no era lo malo. Lo peor era bajar sobre un piso brillante, sucio, viejo. Italia es un museo al aire libre, con ruinas romanas en cada esquina. Algunas carreteras, como las de esta etapa, parecen de aquella época. De hecho, la organización advirtió en la salida del mal estado del trazado. Y luego, ya con los ciclistas en marcha, decidió dar los tiempos oficiales de la etapa en el primer paso por la meta de Terracina, cuando aún faltaban los 9 kilómetros del final. El Giro no quería más bajas. La de Dumoulin le ha hecho daño.
Uno de sus compañeros en el equipo Sunweb, el joven belga Louis Vervaecke, quiso reivindicar a su patrón. Se metió en la fuga de Flórez, Barbin, Orsini y Santaromita, y fue el que más lejos llegó. En 2014 había ganado una etapa alpina del Tour del Porvenir para dedicársela a un amigo, Igor Decraeme, campeón del mundo juvenil de contrarreloj muerto tras ser arrollado por un tren. Esta vez, Vervaecke no le pudo dedicar la etapa a Dumoulin. Los equipos de los velocistas no perdonan.
Terracina, donde, cómo no, también ganó un día Eddy Merckx, esperaba con una larga línea de meta. Acuática. los bordes de la carretera eran un río. Caía agua del cielo gris y brotaba agua del suelo, impulsada por el ventilador de las ruedas. Más que pedalear, todos remaban. El Groupama quiso lanzar a Demare, que no tiene punch. El último gregario del francés se echó a un lado y casi frenó a Gaviria, que, hábil, le esquivó y se tiró a la piscina el primero. Terracina, donde se levanta un templo a Júpiter, parecía suya. Y no. Ackermann viene del norte, de Alemania, de una localidad, Minfeld, en la que ya han puesto una calle a su nombre. Era una promesa del velódromo hasta que una de sus rodillas reventó. Se pasó a la carretera y le va bien. Ya lleva dos etapas en el Giro, el de su confirmación como nuevo misil del pelotón internacional.
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