Se hace raro ver a los ciclistas en un circuito de Fórmula 1 como el de Ímola, donde terminaba la decimosegunda etapa del Giro. A 300 por hora y sentado en un monoplaza no hay cuestas. Todo es velocidad y peligro. A 44 ... por hora y en bicicleta, resulta que sí se notan los repechos de la pista. Y si encima llueve, todo se complica aún más. El ciclismo comienza entonces a hablar como el automovismo: hay que preocuparse por el 'grip' -adherencia de las ruedas al piso -, por el aquaplaning y por la trazada en las chicanes. Entre el diluvio y la habilidad que le pusieron Mohoric y Betancur al último descenso, la carrera llegó muy desordenada al circuito. Sin Viviani, el más veloz, que venía cortado, el irlandés Sam Bennett sonaba a favorito. Rugía su motor. Conectó el 'Kers' a 300 metros, sorprendió a todos y los soltó del rebufo para embolsarse su segundo triunfo. En Ímola, donde Ferrari, Lamborghini y Maserati prueban tantas veces sus bólidos, ganó un irlandés y se mantuvo de líder un inglés, Simon Yates. «Este clima lluvioso nos viene bien a los británicos», bromeó el dueño de la 'maglia rosa' a dos etapas del Zoncolán, el coloso que acecha.
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En Osimo, punto de partida, aún retumbaba el explosivo final de la jornada del miércoles, de la victoria -pura dinamita- de Yates sobre Dumoulin, el rival en fase creciente. Era otra etapa larga, de 214 kilómetros, y de fuga pactada. A un grupo de ciclistas de equipos italianos (Senni, Maestri, Zhupa, Frapporti y Mosca) se le concedió permiso para enseñar sus maillots. Pero nada más. El circuito final era para los galgos. Ya en la región de Emilia-Romaña, la Italia rica y fértil, se puso a llover. El ritmo era alto. Agua y viento. Nervios. Cortes. Pozzovivo perdió contacto con el grupo de los favoritos. Su mejor guardaespaldas, Mohoric, se lo echó a la chepa y lo reintegró en un plisplás. Mohoric es una de las sensaciones del Giro. Hecho su trabajo de gregario, buscó un pedazo de gloria.
A 8 kilómetros de la meta en Ímola esperaba un repecho. Todos venían castigados. Todos conocían el trazado. Se movieron Carapaz, joven y atrevido, y también Dennis y Henao. Pero fue Ulissi, un buen rematador, el que cogió unos metros. Enseguida se puso a su par Betancur. Y en dos curvas del descenso sobre ese piso de cristal les cazó Mohoric. Parecía más un piloto que un ciclista. Aerodinámico, ceñido a los bordes. Sin freno. El colmillo de la ambición. Ulissi desistió de seguirles. Betancur y Mohoric sí se lanzaron hasta la puerta del circuito, donde estaba ya el kilómetro final. Se la jugaron. El ciclismo y la Fórmula 1 son así. En otro mayo, el de 1994, Ayrton Senna se mató allí en la curva de Tamburello, a 310 kilómetros por hora. Cuentan que aquella mañana se levantó triste, que algo presentía. Pero compitió. Salió a ganar, fiel a uno de sus lemas: «El segundo es el primer perdedor».
A Mohoric y Betancur, el circuito se les vino encima. El destrozado pelotón les pisoteó como si fueran colillas. En ese caos sobre charcos, Bennett disparó primero. De lejos. Casi a 300 metros de la raya. «Les he sorprendido», se felicitó. Parecía subido en un Ferrari. Aceleró y ganó como en la séptima etapa. Van Poppel, el «primer perdedor», dio tiempo a Yates, Dumoulin, Pinot, Pello Bilbao, López, Aru, Carapaz, Pozzovivo y Froome, todos juntos bajo la lluvia de Ímola y todos descontando los días para cruzar espadas en el Zoncolán.
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