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Cuando todo les iba ya bien

Javier renunció a fichar por el Mapei porque no querían a Ricardo, y tenían ya apalabrado un futuro contrato juntos con el Cofidis

Lunes, 1 de octubre 2018, 02:10

La noche de la victoria de Javier Otxoa en Hautacam, meta de la décima etapa del Tour 2000, el equipo Kelme organizó una pequeña fiesta en el hotel. Ana, la esposa de Fernando Escartín, estaba de visita y abrazó a Otxoa. Besos. Se equivocó. Más ... risas en la celebración. Había agarrado a Ricardo, el gemelo de Javier. Tan iguales. Tan pegados siempre hasta que el destino les lanzó encima un coche ciego.

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Como crecieron en Berango acabaron en la Sociedad Ciclista Punta Galea. Niños y bicicletas. Casan bien. Y como eran igual de buenos se hicieron ciclistas en el Café Baqué, la factoría dirigida por Sabino Angoitia. Antes de que llegaran la oscuridad súbita para Ricardo, atropellado y muerto en febrero de 2001, y la niebla en la que Javier ha aguantado 17 años más, fueron dos de las grandes promesas del ciclismo vasco. Pedalearon al mismo son. Calcados. Ricardo fue campeón de España en 1995, por delante de rivales como Roberto Heras. Javier le relevó en ese trono un año después frente a corredores como Paco Mancebo.

Los recuerdos no se eligen. Tienen vida propia. A Ricardo se los apagaron; a Javier se los trocearon. Ahora que faltan los dos, su hermano Andoni ha desempolvado alguno. En una entrevista en EL CORREO, Javier dijo en julio de 1996 que merecía «ser ciclista profesional». Era el campeón de España amateur y había ganado el Circuito Montañés. Quería ser como Ricardo, que ya corría en el equipo Once, a las órdenes de Manolo Saiz. Habían dado sólo unos pocos pasos en su juventud y la vida ya les separaba. A eso no se hacen nunca los gemelos. Unidos desde el primer latido por el mismo cordón. Ricardo dio un paso atrás y se recalificó como amateur en el Tegui navarro. Javier le esperó en el Kelme, el equipo que en 1997 le vistió de profesional. De nuevo iban de la mano. Se habían hecho hueco en el ciclismo. El futuro les llamaba con los brazos abiertos. «No queremos volver a separarnos», dijeron a coro. Una voz para dos hermanos.

Vivieron unidos la gran etapa de Hautacam, la que Javier ganó para los dos, la que le vistió con el maillot de lunares, el del mejor escalador que entonces pretendía Virenque. Javier llegó decimotercero a París. Tremendo salto. «Hasta esa temporada me faltaba seguridad. Llevaba cuatro años como profesional y no terminaban de llegar los resultados. Tenía dudas. Empezaba a pensar que igual no valía para esto. Y mira, ahora sé que, si me respetan la salud y las caídas, puedo estar delante o muy cerca», declaró Javier Otxoa en este periódico diez días antes del atropello que mató a Ricardo y empezó a matarle a él. El ser humano es un instante. El que se va deja su tristeza en los que se quedan. Sin Ricardo, Javier se volvió frío. Como protegiéndose de los sentimientos, de la ausencia. Solo de repente, se instaló en la distancia.

En aquella entrevista hecha en Alcudia el mismo mes del accidente, Javier respondía, como siempre, en plural. El Kelme le había ofrecido galones de líder, a la altura de Sevilla y Botero. Había que cubrir las bajas de Heras, Rubiera y Escartín. Javier le tenía ganas a la temporada 2001. Quería afrontarla a dentelladas. Con Ricardo, claro. Había renunciado a una oferta del Mapei, que entonces era el equipo más rico del mundo. Lo hizo porque en la escuadra italiana no quisieron a Ricardo. O los dos o ninguno. Con Tony Rominger, su representante, ya habían atado un jugoso contrato para 2002 con el Cofidis francés.

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A la espera de ese traspaso, iban a competir una campaña más en el Kelme. «Yo correré el Tour y la Vuelta. Será la primera vez que haga dos grandes. También mi hermano Ricardo podrá estar en otras dos, el Giro, que le gustó mucho, y conmigo en la Vuelta». Los dos pisaban firme hacia ese porvenir. «Una victoria como la del Tour marca la diferencia entre un ganador y un perdedor», apuntó Javier. Para eso se entrenaban aquella tarde en la autovía de Cártama. Por esos triunfos que ya no serían nunca suyos. Se los arrebataron.

Cuando tras 62 días en coma despertó, Javier se propuso ser de nuevo ciclista. «A andar en bici no se olvida nunca», repetía. Lo consiguió: ganó cuatro medallas en los juegos paralímpicos de Atenas 2004 y Pekín 2008. Aunque sin Ricardo. «Voy a tener que entrenarme solo toda la vida», lamentó siempre.

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