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En materia de baloncesto la ONU bien podría establecer su cuartel general en el paraíso de los mormones. Hasta siete jugadores nacidos fuera de Estados Unidos que sirven para arrancar el chiste de las nacionalidades –ya saben, iban un…– se integran en la plantilla de ... Utah Jazz. Concretamente dos australianos (Dante Exum y Joe Ingles, exmiembro de Granada y Barcelona), un francés (Rudy Gobert), un sueco (Jonas Jerebko), un suizo que no se las da de tal a la hora de sujetar rivales (Thabo Sefolosha), un brasileño que seguramente añora la cocina donostiarra (Raúl Neto) y el español Ricky Rubio, caso apropiado para un debate de ‘Cuarto Milenio’ al reunir en un solo cuerpo su condición de creador genial y sus taras difíciles de explicar.
Todos ellos a las órdenes de un magnífico técnico (Quin Snyder), asistido por el hombre que coronó desde el banquillo a Eslovenia en el último torneo continental de selecciones (Igor Kokoskov). Sí, el hombre que disputa las quinielas a Ettore Messina sobre la identidad del primer entrenador-jefe europeo en el torneo norteamericano.
Pero hay otros argumentos, y de sobra, para escribir sobre el equipo que disputa sus partidos en una ciudad (Salt Lake City) que lidera una alcaldesa demócrata rodeada de republicanos, empezando por el gobernador del estado y siguiendo por los dos senadores. Una capital pequeña de alto nivel económico, educativo y sanitario, rodeada de una naturaleza que ejerce como imán de turistas y donde se asienta la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.
Pero bueno, vayamos al baloncesto, que el rigor de los Jazz bien lo merece. Los aficionados a la NBA escuchamos con harta frecuencia que lo que allí se juega recuerda mucho al refrán de Juan Palomo. El hombre que guisaba lo que comía y a nadie necesitaba para compartir mesa y mantel. Un modo de devaluar de aquella competición que, ciertamente, se ajusta al individualismo imperante en varios planteles. Pero al oír tamaña acusación siempre puede uno rebatirla mostrando, entre otros cuantos, el ejemplo de Utah.
Vale, el balance de triunfos-derrotas (13-12) esta temporada y su puesto medio en la tabla (séptimo del Oeste) no sitúa al cuadro ‘mormón’ como un protagonista imposible de obviar. Pero son números que hablan notablemente de un grupo obligado a exprimir las virtudes ganadas a pulso para disimular la falta de una calidad cada vez concentrada en menos clubes. Snyder y Kokoskov llevan años perfeccionando un sistema defensivo sobre el que los Jazz no tienen más remedio que fundar sus aspiraciones. Una trama coral de brazos al aire agitados por hombres de envergadura física que tapan huecos, nublan vistas y llegan a las esquinas. Una tendencia acentuada a la fuerza por la marcha a Boston de su mayor talento ofensivo, Gordon Hayward, desgraciadamente lesionado en el duelo inaugural para toda la campaña. Así que los Jazz compraron en verano más madera, en previsión de la guerra que se avecinaba, con los fichajes de Sefolosha, Jerebko y Udoh.
Asumir las flaquezas y sobrellevarlas es un síntoma de inteligencia. Y de eso va con holgura el equipo –así, en el sentido amplio del término– de la ciudad del lago salado. Sin posibilidad de competir en términos de igualdad con planteles mejor dotados técnicamente, Utah recurre a un ritmo lento más propio de esta parte del océano que de la América desencadenada.
Maneja una filosofía en la que el pase cobra importancia y procura una buena circulación de la pelota y vive también de la puntería triplista, imprescindible en el baloncesto moderno. Con esa disciplina grupal, la calidad del alero Rodney Hood, el buen rendimiento del escolta novato Donovan Mitchell, las visiones perimetrales de Ingles y Ricky la intimidación defensiva del gigante Gobert los Jazz conservan el orgullo de toda la vida.
Su baloncesto no alcanza para rememorar las grandezas pretéritas que en la década de los noventa les truncó Michael Jordan a Jerry Sloan, John Stockton, Karl Malone y Jefe Hornacek. De acuerdo, pero mantienen la dignidad intacta.
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