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Debe de manejar uno el dudoso ‘don’ de la inoportunidad. Quería dedicar el artículo semanal a valorar a la última versión de Ricky Rubio en su nuevo ecosistema (Utah) y urge un cambio de táctica como hacen los entrenadores durante los partidos cuando el ... libreto estudiado en el hotel apenas se parece algo a lo que luego dicta la cancha. El redactor dispone, pero llega James Harden y lo descompone. Él y sus Rockets, una manada ofensiva que lidera el hombre de la barba maravillosa. El firmante pretende analizar al base catalán más anotador y menos generoso en la visita de los Jazz a Houston y se encuentra con el recital formidable de un monarca de los fundamentos, del escolta reconvertido con éxito a base que hiberna en defensa para colmar los sentidos de públicos que lo admiran. No queda otro remedio que hacerlo.
Pronto cayó servidor en la cuenta de que Harden movía el foco apuntado al ‘uno’ de El Masnou. Justo lo que tardó el fenómeno en irse mediante un simple bloqueo directo del presunto protagonista inicial de esta historia. Mi intención consistía en desmenuzar los rasgos distintivos de este Ricky tatuado y con aspecto de malote, de este tipo ahora mazado que tan poco recuerda a la imagen de Mowgli en ‘El libro de la selva’. La idea era aludir a la metamorfosis de aquel mago sumido en la depresión deportiva cuando le abandonó el acierto de su tiro sospechoso en Barcelona y Minnesota, comentar su confianza recobrada a las órdenes de Quin Snyder, técnico riguroso y defensivo apto para devolver a Rubio sus mejores virtudes de contención y añadirle fe en el lanzamiento lejano. Pero en ese Houston-Utah (137-110) apenas se vislumbraron en él la magia, la puntería (2 de 7) ni su capacidad para detener al rival que tanto ensayó con Sito Alonso durante su adolescencia en la Penya.
Harden sube la pelota con la parsimonia que gastan los sobrados, busca el bloqueo directo que le empareje con quien los Rockets quieren y… a jugar. A partir de ahí el barbudo que podría esconder el universo entero bajo el mentón dicta bandos de Alcaldía. Soberbio ‘uno contra uno’, sensacional uso del cuerpo para obtener ventajas en penetraciones que parecen tomas falsas a cámara lenta, calma a la hora de armar la zurda porque debe de pensar en lo malas que son las prisas, visión circular del baloncesto hasta asistir a sus pívots (Clint Capela y Nené Hilario) o a los perros rabiosos del triple (Eric Gordon, Trevor Ariza, Ryan Anderson…) que viven de morder en lontananza. Houston enseña las propiedades ofensivas que lo muestran como una fundición inclemente de adversarios. Defender a este candidato a todo en el Oeste e incluso en la NBA, con permiso de los paranormales Warriors, debe de resultar algo así como tapar vías de agua con pañuelos mientras se ven brotar nuevos géiseres. Un ejercicio cansado y desmoralizador.
Botes cruzados y entre las piernas, amago de entrada con paso en seco atrás y lanzamiento, bandejas a aro pasado, zig-zag en la cara de sus pares mutantes, triple desde nueve metros bajo el eco de la bocina del descanso ante la defensa concienzuda e inútil de Rubio, lentitud aparente de un jugador hiperbólico que todo lo basa en los fundamentos frente a la potencia descomunal de Russell Westbrook… Veintidós puntos en el primer cuarto, treinta al intermedio y 56 a siete minutos y medio del final, momento en el que Mike D’Antoni le hace la puñeta. A la barba –ah, por cierto, trece asistencias– le quedaba un solo tiro libre para igualar el récord anotador de la franquicia que ostenta Calvin Murphy desde hace 39 años. La televisión enfocaba a la gloria pretérita de los Rockets, consciente de ceder el peldaño más alto del podio y el técnico del equipo texano decidió salvaguardar la historia. Lo que su entrenador no pudo velar fue la exhibición portentosa de Harden, que sólo tiró 25 veces para meter 19 canastas (7 de 8 triples). La rúbrica indeleble de quien lidera a un bloque devastador adelante que infunde miedo, a un equipo que defiende como grupo bastante más de lo previsto con D’Antoni en el banquillo.
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