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Que no hay manera. Segunda semana consecutiva en la que ‘algo’ con peso específico arruina los propósitos del columnista por abordar otros temas. Hace siete días quise escribir sobre la nueva versión de un Ricky Rubio que se ha zambullido en la espiral de ... su propia crisis tras empadronarse en Salt Lake City. Pero llegaron los Rockets capitaneados por el genio de la barba maravillosa y no tuve otro remedio que ensalzar la exhibición paranormal de James Harden (56 puntos en 35 minutos, 76% de acierto más trece asistencias) precisamente ante Utah. Hoy pretendía escribir acerca de sorpresas positivas, decepciones y batacazos y me lo impide la férrea defensa de Boston, que no deja penetrar en la zona. Estos Celtics se empeñan en cultivar su historia, basada en el compromiso, el rigor, el respeto a los códigos del juego, la competitividad… y el baloncesto.
Ya siento dar la matraca a los partidarios de los Lakers que miran con los ojos del rencor a su legendario rival. Pero en absoluto lamento volver a referirme, después de dedicar un artículo al rey de los malabares (Kyrie Irving), a la venerable franquicia de Massachusetts, líder incuestionable del Este y de la NBA entera. A la espera de la apasionante visita que los Warriors (11-3) rendirán al TD Garden en la madrugada del jueves al viernes, el cuadro de Brad Stevens gobierna la Liga con trece victorias encadenadas tras ceder los dos primeros duelos. Cuesta entender que otro club se hubiera repuesto así a la espantosa lesión de Gordon Hayward, flamante alero traído de los Jazz para subir junto a Irving los últimos peldaños de calidad que necesitaba Boston en su afán de contemplar el campeonato desde los aledaños de la cumbre.
Pues sí, vaya que si los Celtics se han rehecho como sólo figura al alcance de los más fuertes. No se habían cumplido seis minutos de la campaña cuando la pierna del fichaje giró hacia un lado mientras el pie enfilaba la senda contraria. Un horror hasta la temporada que viene. De pronto pareció que las altas aspiraciones ‘irlandesas’ se evaporaban igual que el agua cuando aprieta el sol de lo lindo. Sus seguidores veían esfumarse la cerrada pugna con Cleveland por la supremacía oriental para batallar contra Golden State o Houston el título de la NBA. Pero ahí están treinta días después de izarse el telón del campeonato, observando al resto desde la cima. Rebeldes con causa, reacios a la derrota, autores de remontadas incluso sin Irving (lesionado en la nariz por un codazo de su corpulento compañero Aron Baynes) ni Al Horford, un intelectual del juego desde el puesto de ‘cuatro’.
Pero Boston lleva años trabajando en la senda correcta a las órdenes del mejor técnico de la NBA (mención se merece también Quin Snyder) con el permiso de Gregg Popovich, sumo pontífice de los banquillos. A partir de la defensa más sólida de la Liga (94,5 puntos en contra y los peores porcentajes de lanzamiento de los adversarios), el joven entrenador que colocó en el mapa a la modesta universidad de Butler ha armado un equipazo en el amplio sentido del aumentativo, añadiendo toques modernos a las esencias de toda la vida. Da gusto ver a los Celtics pero, sobre todo, reconforta verlos competir. Tanto bajo la atmósfera especial del Garden, un templo del baloncesto, como en la condición de visitante. El club apostó en verano por su genuino ‘Big Three’ (Irving, Hayward y Horford) y ha debido reconstruirse sobre la marcha.
De la trastienda ha puesto en el escaparate a una pareja juvenil excitante: el escolta de segundo año Jaylen Brown y el novato alero Jayson Tatum, pura estética y elegancia con cerebro veterano y cara de niño. Ojo a este boceto de figura con futuro y ya presente. Ellos, junto a la dureza interior de Baynes y Daniel Theis, los fiables bases Terry Rozier y el exbaskonista Shane Larkin, el cancerbero defensivo Marcus Smart y el talento del ‘cuatro’ Marcus Morris componen un bloque excelente. Cierren los ojos e imaginen la inclusión en ese grupo de Marc Gasol, cuyo nombre y apellido resuenan como el eco en los sueños húmedos de los aficionados célticos.
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