Cuando leí que la atleta sudafricana Caster Semenya se rebelaba («Qué demonios, claro que no me medicaré») ante la resolución del TAS, el Tribunal Arbitral del Deporte, que la obligaba nada más y nada menos que a doparse para poder seguir compitiendo en la categoría ... y en la modalidad de la que es campeona mundial y olímpica, los 800 metros femeninos, experimenté una intensa mezcla de solidaridad y respeto. Creo que son dos sentimientos que compartimos todas aquellas que nos consideramos involucradas en la lucha por la igualdad, en cuanto analizamos con perspectiva de género los pormenores de este caso que trasciende el ámbito judicial y deportivo, y nos interpela de manera directa.
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La solidaridad nace de una cuestión previa que, además, nos concierne en lo esencial de nuestra lucha: la discriminación de género. Semenya ha sido juzgada por ser una mujer cuyo organismo produce de manera natural más testosterona de la que la Federación Internacional de Atletismo (IAA) considera aceptable. Es decir, un comité de dirigentes se ha arrogado el derecho a decidir qué es ser mujer y cómo debe ser el cuerpo femenino para poder competir en esta categoría, por encima de lo que previamente establezcan la genética y la propia naturaleza.
Más allá de disquisiciones científicas o judiciales, la discriminación manifiesta sufrida por Semenya es la cuestión fundamental de este asunto. Incluso la propia IAA ha aceptado que la medida es discriminatoria. Solo les faltaba reconocer que es directamente machista. Porque el caso es que el reglamento trata de forma diferente a los hombres. Si ellos superan los considerados niveles normales, se les insta a someterse a exámenes que demuestren que es un asunto genético y, entonces, se les otorga un carnet que les permite competir sin problema. A los jugadores de baloncesto que miden más de dos metros tampoco les ponen pegas ni, en definitiva, a todos aquellos deportistas que engrosan una lista casi inacabable de casos en los que la lotería genética les beneficia en la competición. Sin duda, Caster Semenya tiene tanto derecho a formar parte de esa lista como cualquier otro atleta. Y no solo le niegan ese derecho, sino que la condenan a intervenir mediante sustancias químicas en su cuerpo hasta el punto de poner en peligro su integridad física, ya que, al igual que ocurre con cualquier otra forma de dopaje, tales sustancias generan imprevisibles efectos secundarios sobre su salud.
El respeto a la decisión de Semenya de rebelarse y reivindicar sus derechos, «la decisión del TAS no me detendrá, me levantaré una vez más», es consustancial a la propia solidaridad que despierta su caso. La lucha que Semenya abandera en favor de una categoría femenina en la que no se discrimine por razón de condiciones naturales es también nuestra lucha y, como tal, merece toda nuestra solidaridad y respeto.
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