En mi vida anterior al confinamiento -ahora también, pero de otro modo-, había días en que se me acumulaban docenas de mensajes de WhatsApp. Para cuando sacaba algo de tiempo para poder atenderlos, especialmente después de interminables reuniones o viajes en avión, el número era ... tan excesivo e inabordable que me obligaba a seleccionar, pasando de puntillas por muchos de ellos e ignorando directamente otros tantos, en especial, los vídeos. Los que recibo de manera aleatoria, por así decirlo, que además parecen formar parte de una cadena interminable de reenvíos y que acaban llegándote por varios lados, a menudo, ni los abro.
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Prefiero centrarme en los que sé que van dirigidos a mí por algún motivo, sea personal o laboral. Precisamente, uno de esos vídeos (el que aparece a continuación) me ha llamado la atención y ha dado pie a este artículo. Acompaña una noticia del Athletic Club en la que cuenta cómo la Fundación ha recuperado buena parte de su actividad a través de sesiones online, y recopila vídeos caseros en los que se ve a diferentes personas haciendo ejercicio.
Reconozco a varios protagonistas, por ejemplo, a Josu, uno de los capitanes del equipo Genuine, y me sorprende la agilidad con la que hace abdominales. También aparecen mujeres en situación de vulnerabilidad del proyecto Utopía, y otras a quien no conozco, pero que sé que forman parte del programa Bizkaia Koopera: Athletic Villa, dirigido a ayudar a chicas que viven en las barriadas marginadas de Villa El Salvador, en Lima, en el Perú, a 9.670 kilómetros de Bilbao.
Cuando veo, primero en su casa de mi misma ciudad a una mujer de Utopía y, seguidamente, a una de estas jóvenes peruanas, realizando además el mismo ejercicio propuesto por la Fundación, pienso en la manera en que el confinamiento ha relativizado el concepto de distancia. Ambos proyectos comparten entrenadora, la exrojiblanca Eli Ibarra, para quien, durante estas semanas de estado de alarma, se hallan igual de lejos, e igual de cerca, unas y otras, las del Perú, y las del Botxo. Por un instante, en mi cabeza visualizo una paradoja matemática, 9.670 km. = 10 km.
Pero enseguida me doy cuenta de que hay algo más detrás de ese contrasentido numérico, algo decisivo que traspasa las frías y objetivas ciencias y se adentra en el terreno de las emociones. La distancia es siempre el doble, qué digo el doble, el triple, el cuádruple, infinitamente superior cuando falta el contacto, un abrazo, una caricia, un apretón de manos, los dedos de un adulto que agitan la melena de un niño. Cuántos hijos sin poder dar un simple beso en la mejilla a sus madres, y cuantos aitites sin poder dar la paga a sus nietas, algo tan sencillo como recibir una luminosa sonrisa al depositar un euro en la palma de una mano. Y es entonces, cuando la distancia es más larga, cuando la emoción la vuelve más corta: el deseo de que todas esas personas que aprecias no sufran. Es ese sentimiento el que consigue que las sientas próximas, tan cerca como si fueran parte de ti.
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