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La decisión de 15 jugadoras de la selección española de fútbol (ampliada después a la veintena, incluyendo a las capitanas y figuras del equipo) de no acudir a la misma por motivo del trato recibido por parte del actual seleccionador Vilda, pone de actualidad ... las consecuencias de tal postura, incluido el ámbito disciplinario. De entrada, diremos que la posición, más allá de justificada o debidamente explicitada por las deportistas (quizá tampoco sea necesario), es valiente y digna de todo el respeto, pues, de suyo, pone en juego el progreso de sus carreras profesionales. No puede soslayarse lo que acarrea rehusar a un mundial de fútbol y desaparecer del foco internacional que jugar en una selección supone. Un precio alto que cualquiera no asumiría por una mera pataleta. ¿Podría, además, conllevar una sanción formal añadida según la normativa de aplicación?
La vigente Ley Española del Deporte incluye en su artículo 47, entre las obligaciones de los deportistas federados, el «asistir a las convocatorias de las selecciones deportivas nacionales para la participación en competiciones de carácter internacional o para la preparación de las mismas». Y lo hace hasta el punto de considerar infracción muy grave «la falta de asistencia no justificada a las convocatorias de las selecciones deportivas nacionales» (artículo 76.1.f).
El proyecto de nueva Ley del Deporte (cuya tramitación se alarga aún en el Congreso) sigue recogiendo ese deber de las personas deportistas españolas, y persiste en calificar su incumplimiento como infracción muy grave. Las sanciones ante esa negativa «injustificada» (desconocemos si para la autoridad las razones aducidas en el presente caso se entenderían justificadas o no a efectos disciplinarios) pueden alcanzar hoy la suspensión o privación de licencia federativa por un plazo de entre dos a cinco años. No conocemos precedentes de imposición de este tipo de castigos, que algunos interpretan estar ahí más como aviso para determinados navegantes.
Lo cierto es que similares situaciones, en lo individual, suelen tener parecida solución: el seleccionador de turno, ante la falta de voluntad del posible seleccionado, no le convoca, evitando así una negativa expresa ante su llamada. Es lo que ha hecho el controvertido Vilda frente al motín, limitarse a convocar a otras jugadoras, futbolistas que no han tenido, al parecer, las mismas vivencias o no las han interpretado a la manera de sus compañeras.
La sanción sí que es posible, y queda por tanto en manos del seleccionador, en el entendido de que actúa de acuerdo al criterio federativo. Patada hacia delante. Con el paternal consejo de que para volver al redil las rebeldes «habrán de pedir perdón y reconocer su error». Exigencia que retrata a los que la hacen.
Siempre hemos discrepado de la tradición legislativa española en esta materia (asumida también, por cierto, en el nivel autonómico vasco). No entendemos que haya de conllevar una sanción, y menos de tal calibre, la mera y libérrima decisión de un deportista de no integrar la selección representativa de su país. Por el contrario, el formar parte de una selección (sea ésta la que fuere) debería formar parte del capítulo de los derechos de las personas deportistas que acumulen méritos para ello. No de las obligaciones. La eventual negativa a encuadrar una selección ha de ser facultad del deportista, por cualesquiera razones, incluido, como el caso que nos ocupa, el no sintonizar con los métodos y tratamiento profesional o humano dispensado por el staff técnico.
Estamos, en realidad, ante una obligación formal testimonial y carente de sentido. Fuera de tiempo y lugar. Salvo que se conserve (sin confesarlo) como una suerte de amenaza latente a potenciales deportistas díscolos cuyas motivaciones de otro cariz no satisfagan al poder dominante.
Esperemos que en el supuesto en cuestión la torpeza de esta decadente RFEF no se perpetúe, más allá de un concreto resultado deportivo. Sus responsables acumulan ya demasiados desafueros a los que en algún momento tocará poner fin.
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