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Tendemos a medir los éxitos por las medallas conseguidas, pero la realidad es más extensa. Lo comprobé este domingo en la Behobia-San Sebastián. A pesar de cruzar la línea de meta en la posición 13.399 -terminaron la prueba 24.914 corredores- y tardar ... 49 minutos más que el primero, yo también me siento ganadora. He vencido a mis miedos, a mis nervios y a todas las dudas que han invadido mis pensamientos los últimos días. ¿Podré correr 20 kilómetros cuando nunca he completado esa distancia? ¿Seré capaz de aguantar un desnivel positivo de 192 metros, si lo poco que salgo a correr lo hago en terreno llano? Pues sí. Me demostré el recurrido dicho de que, si quieres, puedes.

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La Behobia atrae poderosamente a todo tipo de corredores. Es misión imposible escuchar o leer algo negativo sobre la prueba. Ni cuando las condiciones meteorológicas se lo han puesto muy cuesta arriba a los organizadores. Así que el pasado mes de agosto me dije: ¿y por qué no? Era consciente de que solo salgo a correr cuando los planetas se alinean (no me gusta la lluvia ni el calor excesivo) y que mis nervios suelen jugarme malas pasadas; pero me apetecía ponerme un reto. Así que empecé a calzarme las deportivas con más asiduidad, mientras me preguntaba quién me mandaría a mí apuntarme a estas cosas.

Y llegó el gran día. San Sebastián amaneció el domingo nublado y caluroso. Después de coger fuerzas con un buen desayuno, a las 9.30 horas subí a un Euskotren para ir a Behobia. No cabía un alfiler. Las miradas y las sonrisas se cruzaban entre los corredores. Había franceses, madrileños, catalanes... pero todos hablábamos el mismo idioma. El de los nervios, la ilusión y las ganas.

A las 11.23 sonó el pitido que marcaba el inicio de mi carrera. Durante los kilómetros iniciales, no podía controlar las piernas. Demasiados nervios. Intenté relajarme y con los primeros sube-baja fui poco a poco tomando el control. Hasta llegar a Gaintxurisketa. Los dos kilómetros de autopista, en los que azotaba el viento, fueron difíciles. Es duro y sufres, pero el escenario, es indescriptible. Los ánimos del público, que no para de aplaudir desde el primero hasta el último corredor -muchos están tres horas sin moverse del sitio-, los voluntarios, los sanitarios...

Desde el kilómetro 7,5 al 16 la carrera es muy favorable. En algunos momentos, incluso se vuela. Bajadas pronunciadas, falsos llanos... Y la entrada en Rentería. Eso son palabras mayores. La visión que uno tiene cuando entra al pueblo, con todos los vecinos animando... Es impresionante. Nunca he chocado tantas manos a los niños que animaban desde los arcenes, nunca he disfrutado tanto con más de 10 kilómetros encima. La gente animaba a los corredores por su nombre. En mi caso, cosa que comprendo perfectamente, solo lo escuché una vez. Una niña se atrevió a leer mi dorsal en la la subida de Capuchinos. De primeras se quedó trabada -«¡¡Ánimo Hizk...!!»- pero a la segunda lo gritó con todas sus fuerzas.

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Cada kilómetro es un reguero de gente, pero algunos desprenden una atracción especial. Cuando todo lo ves negro y estás a punto de tirar la toalla, aparecen gestos que te provocan un subidón: los maquinistas de Euskotren tocando sus bocinas, el 'pirata' heavy con su bandera, los baserris con los altavoces a todo volumen... Pero había que regular porque todavía quedaba el alto de Miracruz. Lo más duro de la carrera. Casi un kilómetro de subida, que aparece cuando tus piernas están demasiado cansadas. Una vez más, el público lo da todo.

Al cruzar la meta fue imposible contener las lágrimas. Lágrimas de emoción, de felicidad por haberlo conseguido... pero sobre todo de agradecimiento. A mi pareja por haberme acompañado y guiado en estos 20 kilómetros llenos de miedos y nervios; al público por habérmelo puesto tan fácil y a toda la organización por cuidar tan bien de nosotros en cada kilómetro. Gracias Donosti por hacer una carrera tan bonita.

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