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Mucha gente en el Bellas Artes para ver la exposición de la colección de Alicia Koplowitz durante esta semana. Y lo que más llama la atención: mayoría de extranjeros, un elemento relativamente nuevo en el panorama del museo con fama de ser la escuela de ... arte para los vizcaínos en particular y para los vascos en general. Además del público de siempre, hay que contar con los nuevos.
Quedan menos de diez días para que cierre el 23 de octubre esta exposición con 90 obras que van de la Antigüedad clásica a la actualidad y por la que hasta ahora han pasado unas 95.000 personas. Una colección que ha dejado muy buen recuerdo a los que la han visto y que gravita en torno a las representaciones de la mujer a través de la historia. Queda poco para su clausura y ha empezado la cuenta atrás para descubrirla o para volver a verla.
Miguel Zugaza llegó a la dirección del museo en mayo y tuvo que buscar con premura la siguiente exposición temporal para la sala BBK. Los fondos de la empresaria se exponían en París. Zugaza conoce bien a Koplowitz porque entró en el patronato del Prado en 2007, cuando él era director del museo madrileño. Así que le planteó la idea y consiguió que prestara a Bilbao casi el doble de las obras expuestas en la capital francesa.
El escultor Ángel Bados ha realizado el diseño de la muestra, la separación y la conexión entre los espacios, que permiten ver los vínculos formales y temáticos entre obras de distintas épocas. Zugaza, que acaba de recibir en Nueva York el Premio Sorolla de la Hispanic Society of America, ha hilado el orden de las piezas salvo la primera, la enorme ‘Mujer de acero’ del contemporáneo alemán Thomas Schütte expuesta en el hall, elegida por la coleccionista. «Aunque con formas retorcidas, evoca los desnudos femeninos de la Grecia clásica. Y si te pones aquí, frente a la puerta de la sala, ves las tres esculturas griegas, dos ‘afroditas’ entre ellas. Además de las rupturas que haya podido haber en la modernidad, también se mantiene un vínculo entre nuestra época y el canon griego, y eso es lo que Alicia quiso poner de manifiesto», explica Zugaza, que enseña la exposición con un meticuloso conocimiento de las piezas y con libertad para interpretarlas como si fuera un visitante dispuesto a disfrutarlas.
Dentro ya de la sala cuelga el único cuadro que Koplowitz recibió en herencia, una tabla del siglo XVII pintada por ambas caras con incrustaciones de nácar, técnica de Japón y China que pasó a las colonias americanas a través de Filipinas. Realizada por Miguel González, representa la ocupación de Hernán Cortés del templo de Tlatelolco.
Educada en la cultura francesa y con varios cursos en la Facultad de Bellas Artes de la Complutense, la empresaria inició su colección hace unas tres décadas, «un tiempo considerable para un coleccionista», dice Zugaza. En él ha reunido una elocuente representación del arte del XVIII. Es el siglo de la Ilustración, el que ensalzó las costumbres del pueblo y abrió la puerta a la presencia pública de la mujer.
Luis Paret pinta un baile a la puerta de una taberna y Louis-Leopold Boilly retrata a una mujer leyendo, signo de la incorporación femenina a la cultura. Una imagen que reaparece unos metros más allá, ahora gracias al pincel de Toulouse-Lautrec en uno de sus cuadros raros, alejados de la imagen convencional del artista como espíritu del cabaret.
El director se toma su tiempo delante de los ‘goyas’ de la exposición. El primero, ‘Asalto a la diligencia’, con «un fondo de paisaje idealizado y rococó y un primer plano en el que irrumpe el realismo, la modernidad, la violencia sobre los asaltados, con las heridas y la sangre a la vista».
Maestro en el arte de los contrastes, Goya representa en ‘Hércules y Ónfala’ «al héroe sometido a los deseos de su ama, enhebrando el hilo que sale de su sexo mientras el perro faldero nos mira de frente para que seamos conscientes de nuestra condición de espectadores». Un pequeño retrato de la condesa de Haro, encargado al pintor por su madre la marquesa de Santa Cruz, muestra a una joven de una belleza delicada, que murió prematuramente. Supone un descanso antes de llegar a una de las grandes obras maestras de la colección Koplowitz, la inquietante ‘Maja y celestina al balcón’.
Ni siquiera aquí, en esta representación de la prostituta con la siniestra alcahueta, pierde el pintor su aliento ilustrado. Saca la prostitución a la arena pública y perfila a la mujer prostituida sin rasgos definidos de su condición, mientras la celestina aparece con un rostro tenebroso que anticipa sus ‘pinturas negras’.
El pequeño ‘gauguin’ recuerda a las ‘Lavanderas de Arlés’ que tiene el museo del mismo autor. Zugaza recuerda ante la ‘Dafne’ de Julio González -situada cerca de ‘La pelirroja con el colgante’ de Modigliani- como este precursor de la escultura en hierro estuvo trabajando en la Renault para aprender la técnica de la soldadura autógena, luego utilizada por su amigo Picasso.
«¿Es realista o no es realista?», pregunta Zugaza delante de ‘Mari’, el retrato que hizo Antonio López a su mujer. No lo es, demasiada perfección, tanto o más misterio que la ‘Joven con abrigo de piel’ de Lucien Freud de enfrente. Arriba, una pequeña araña de Louise Bourgeois «mira a su madre del Guggenheim» a través de la cortina de cristal del edificio moderno, recuperada para la muestra. En unos cauntos días, nada de esto quedará en Bilbao.
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