Lunes, 1 de noviembre 2021, 00:31
OSKAR BELATEGUI
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«Tenía yo casi trece años cuando vi por primera vez a una persona muerta», escribe Stephen King en 'El cuerpo'. «Ocurrió en 1960, hace ya mucho tiempo.... aunque, a veces, no me parece tanto. Sobre todo cuando despierto de noche tras haber ... visto en sueños el granizo que caía en sus ojos abiertos». En 1986, Rob Reiner adaptó 'The Body' en uno de los más hermosos relatos de iniciación de la historia del cine. 'Cuenta conmigo' no era una película de terror, pero la muerte estaba muy presente. Los cuatro chavales protagonistas emprendían un viaje por los bosques de Oregón con el objetivo de llegar al lugar donde se encontraba el cadáver de un chico. Querían, como todos quisimos de críos, ver un muerto.
Suena el 'Stand by me' de Ben E. King y estos adolescentes sabrán al final de la aventura que la vida no será halagüeña con ellos y que los tiempos de travesuras y fogatas están a punto de llegar a su fin. El único al que le fue bien acabó de escritor. «Nunca tuve amigos como los que tuve a los 12 años», reflexiona. 'Cuenta conmigo' también es una película sobre la muerte porque uno de sus protagonistas, River Phoenix, llamado a ser el actor de más éxito de su generación, moriría siete años más tarde, a los 24. Es imposible no ver la película sabiéndolo. «Las cosas más importantes son siempre las más difíciles de contar», establece Stephen King al inicio de 'El cuerpo'. «Son cosas de las que uno se avergüenza, porque las palabras las degradan».
CARLOS BENITO
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La muerte en la música, casi nada. Es el gran tema, el único rival posible del amor (y, a veces, su malvado cómplice) en la inspiración de los compositores. Hay miles, millones de músicas que nos conducen hacia los siniestros dominios de la muerte, y no solo abarcan todos los géneros y estilos posibles (de la música clásica al rock gótico, del folclore al death metal) sino que también adoptan enfoques muy diferentes. Uno no puede elegir su propia muerte, pero sí la muerte que quiere escuchar, desde los coros pavorosos del 'Réquiem' de Ligeti, puro escalofrío de almas sufrientes, hasta la fijación morbosa de nuestra Cecilia, que cantaba con tanta dulzura aquello de «si no fuera porque mi padre siempre llora en los entierros, me mataría mañana sin pensar en ello»; desde las incontables visiones macabras de bandas como Black Sabbath («en los campos, los cuerpos ardiendo, mientras sigue girando la máquina de la guerra») hasta dramas rurales de tradición oral como el desolador romance de Adela («qué triste queda el mundo cuando una muere»). Y no faltan, por supuesto, especialistas en la materia como la espeluznante y excesiva Diamanda Galás, que prácticamente ha consagrado su discografía completa a este asunto: en su catálogo de exorcismos sonoros destacan las piezas dedicadas al sida, pero también hay, por ejemplo, una interpretación maniaca del clásico folk 'O Death', el típico regateo con la muerte en el que uno intenta en vano aplazar la cita.
Pero, en cierto modo, la mayor parte de la música nos presenta una muerte de mentira, una construcción romántica y tremenda que es muy resultona pero poco auténtica. La muerte, como sabemos bien todos los que hemos sufrido una pérdida reciente, es otra cosa: es un hueco, una ausencia, es una inútil rebelión cotidiana contra la certeza de que nunca volveremos a ver a un ser querido, es pensar que quieres contarle algo y darte cuenta un segundo después de que ya nunca podrás hacerlo. Y esas rutinas del duelo no abundan tanto en la música. Por eso 'Quique dibuja la tristeza', el álbum que editó en 2018 el dúo Los Hermanos Cubero, no es un disco cualquiera: Quique Cubero empezó a componerlo tres meses después de la muerte de su esposa, Olga, y todas las canciones están marcadas por esa falta abrumadora e ilógica, sin coartadas culturales ni religiosas que maquillen la congoja. La muerte no es un espantajo de huesos cubierto con una capucha, sino esto que cuenta 'Tenerte a mi lado'.
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IÑAKI ESTEBAN
Fue un encargo de la duquesa de Osuna para su capilla en la catedral de Valencia. La aristócrata descendía del jesuita San Francisco de Borja, que insta al moribundo a que confiese por última vez sus pecados, mientras los demonios acechan para quedarse con su alma. Se contempla con claridad el tema tradicional de la lucha entre el bien y el mal. El cuadro retiene «las señales terribles (...) de una alma violentamente agitada de los crueles remordimientos de sus crímenes, y de la desesperada persuasión de su próxima condenación eterna», escribió Pedro de Silva, un contemporáneo de Goya.
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El artista siempre jugaba con una doble intención. El encargo de 'San Francisco de Borja y el moribundo impenitente' procedía de unos aristócratas. Pero lo pintó en 1788, meses antes de la Revolución Francesa. Goya advierte a los duques que no hay nada más democrático y universal que la muerte. Es la gran igualadora. No hay distinción de clases cuando uno lleva sus pecados al más allá. Por eso Francisco de Borja sostiene el crucifijo del arrepentimiento.
CÉSAR COCA
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La inmortalidad ha sido desde siempre un anhelo de muchos humanos. Pero, ¿y si sucediera realmente? En 'Las intermitencias de la muerte', José Saramago desarrolla esa ficción. En un país que no se nombra, la Muerte deja de actuar. Tras la euforia inicial comienzan los problemas. Porque la gente envejece y quienes estaban al borde mismo del último viaje quedan congelados en ese trance. Los hospitales y las residencias se llenan de ancianos, los jóvenes no pueden atenderlos indefinidamente, el sistema colapsa. Pronto algunas mafias organizarán viajes al país vecino, donde la gente sigue muriendo, para terminar con esas vidas suspendidas. Un día la Muerte decide volver a actuar, pero avisará con una semana de antelación a quienes vaya a llevarse. La reacción de uno de los infortunados hará que la Muerte cambie, que sienta lo mismo que los humanos, los temores y las alegrías, las penas y los gozos. En uno de sus últimos libros, el Nobel portugués descubre que el más ambicioso de los sueños, el de la inmortalidad, puede ocultar una pesadilla. Y que la Muerte es un gran personaje, da igual que adquiera o no forma humana.
TERESA ABAJO
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Por mucho que hayamos leído a Lorca y que miremos sus fotos, nos falta su voz. No hay registros de ese rasgo sustancial, quizá el que más recordamos de las personas a las que hemos perdido. Lo más parecido a escucharle es ir a ver 'Una noche sin luna'. Entre tantas brillantes adaptaciones de sus obras, que ya son de dominio público, el monólogo escrito e interpretado por Juan Diego Botto consigue ponerle en pie a él. Y al final de la función, a los espectadores, catapultados por una emoción que ha convertido esta obra en un fenómeno teatral. «A mí me mataron porque el rumbo que fue tomando el país y las decisiones que yo fui tomando a lo largo de mi vida colisionaron en un punto», nos cuenta.
Desde la suspensión de uno de sus espectáculos hasta su «cancelación definitiva» el 18 de agosto de 1936, el último Premio Nacional de Teatro muestra los aspectos menos conocidos del poeta, traza paralelismos con el presente y hace una apasionada defensa de la libertad de expresión. No se puede decir más desde un escenario formado por tablones, capaz de hundirse en la tierra y de navegar. La obra sigue de gira, y hay que verla.
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ISABEL URRUTIA
Orfeo es el único mito que le ha plantado cara a la muerte de verdad. No solo bajó a los infiernos sino que lo hizo para traerse a Eurídice. Resucitar a los muertos no está al alcance de cualquiera. Es la proeza suprema. Solo hubo un Lázaro y solo una Eurídice. En el caso de los antiguos griegos, tenían claro que solo un músico podía devolver la vida a un ser querido. Máxime si se trataba de Orfeo: ni los dioses podían sustraerse a su desesperación y desgarro al oírle cantar ante el cadáver de su mujer. Una escena que ha inspirado a un sinfín de compositores de ópera, desde Monteverdi a Stravinsky, pasando por Lully y Haydn.
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Una de las versiones que más juego ha dado últimamente es la de Christoph Gluck (1714-1787). Fue sonada la coreografía de Hofesh Shechter para un montaje que se estrenó en la Royal Opera House en 2015 y acabó recalando en la Scala de Milán. Tradición y modernidad en un mismo lote. Así se desarrollaba el montaje, con dos planos que se enriquecían mutuamente. No se confundían pero tampoco se violentaban. No hay más que ver el ballet espasmódico del acto II de la ópera, cuando Orfeo llama a las puertas del inframundo, y diez hombres recrean la Danza de las Furias. Dura apenas unos minutos, con el tenor Juan Diego Florez en una silla –absolutamente inmóvil y callado– bajo un haz de luz. Todo lo demás es violencia y penumbra, con la orquesta (los English Baroque Soloists) y el Monteverdi Choir, a las órdenes de John Eliot Gardiner, aportando el punto justo de furor. Las Furias sudan lo suyo pero no consiguen cerrar el paso a Orfeo.
BORJA CRESPO
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Es complicado no relacionar a estas alturas la noche de Halloween, y el Día de los Difuntos, con el humor negro y el folclore mexicano. Para aliviar la sensación inevitable de fecha de caducidad que asola al ser humano, reírse de la muerte y convivir con ella, faltándole el respeto si hace falta, viene bien como salvavidas para afrontar el día a día. A la hora de recomendar un cómic relacionado con la parca, es fácil echar mano de cualquier genialidad horripilante del nipón Junji Ito, o de las viñetas de Muerte, el famoso personaje de la serie 'The Sandman', pergeñada por Neil Gaiman, pero se antoja más oportuno citar una antología firmada por varios artistas con diferentes estilos gráficos que reflejan el amplio abanico de posibilidades expresivas del medio por estos pagos. 'Mortland', del catálogo de Ultrarradio, juega con la iconografía de la muerte, calaveras saltarinas y fiambres vivientes sonrientes. Puño, Chema García, Nicolai Troshinsky, Alberto Guitián, David Sánchez, Ata, El Bute, Ana Galvañ, Juarma, Koko, Juan Díaz-Faes o Mireia Pérez forman parte del nutrido equipo creativo de un volumen que podemos comparar con nuestra sociedad actual, en un divertido ejercicio metafórico. 76 páginas en blanco y negro, esperpénticas y socarronas, ideales para alegrar el alma en tiempos de oscuridad.
GERARDO ELORRIAGA
No se trata de la expresión más sutil y vanguardista de la muerte, pero sí una de las más conocidas, sin duda. 'El beso de la muerte' aparece dotada de una excepcional fuerza dramática y de una factura formal excepcional. La obra se halla en el camposanto barcelonés de Poblenou y homenajea a un hijo del empresario textil Josep Llaubet, fallecido en plena juventud hacia 1930. El conjunto es atribuido a Jaume Barba, pero teniendo en cuenta que, en aquel tiempo, ya era septuagenario, se supone que la realización se debe a su yerno Joan Fontbernat y que también participara Artemi Barba, otro miembro del taller. La diferencia entre el esqueleto que simboliza La Parca, y la figura del fallecido resulta inquietante. La sensualidad del cuerpo del muchacho destaca sobremanera frente a las formas esqueléticas y el ósculo de la Muerte en la sien del sujeto otorga a su relación un morboso erotismo. Esa sexualidad se refuerza con el violento contraste entre el realismo de la osamenta y la voluptuosa carnalidad de la víctima. Aunque no existen pruebas que corroboren la hipótesis, se asegura que la obra inspiró la representación de la Muerte en 'El séptimo sello' de Ingmar Bergman. Quizás también su argumento, basado en su periplo por una Edad Media en la que los hombres morían antes de alcanzar la edad madura.
ELENA SIERRA
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Existiendo la danza macabra o de la muerte como género artístico, con mucha historia y reflejos en pintura y música y en coreos a lo largo del tiempo, puede parecer que esta es la ideal para un día como el de los muertos... a no ser , claro, que se eche la vista a una época mucho más cercana y a una escuela de movimiento que tiene muchos adeptos hoy por todo el mundo. La danza Butoh, qué cosas, nació en el siglo XX, en el Japón destruido de la posguerra, y no es extraño que se la conozca como la del lamento, la del subsconsciente, la del espasmo, la de la oscuridad. Con maquillajes y ropas bastante espectrales, en ningún caso en busca de la belleza -como sí hacen las caracterizaciones en otros estilos de danza-, acompañada por sonidos que lo mismo repelen que invitan al trance, el Butoh encaja con nuestra concepción de la muerte... y al mismo tiempo habla de vida, de metamorfosis, de la conciencia del cuerpo, de reencontrarse con él y con lo que contiene.
ISABEL IBAÑEZ
Le llamaban Shadowman, el hombre sombra, por el motivo que eligió para centrar su arte, el que desplegó por las calles de Nueva York hace 40 años. Richard Hambleton se había estrenado en su Vancouver natal (Canadá, 1952), dejando en el suelo falsas siluetas de esas con las que la Policía identifica el lugar de un asesinato, la huella de un cuerpo en tiza blanca, y las salpicaba de pintura roja. En el Lower East Side, sin embargo, optó por pintar en los muros sombras negras, que asaltaban al transeúnte como siniestras presencias a la espera de su víctima. En unos meses 'colocó' unas 450 en la Gran Manzana, cobijadas en un callejón, apoyadas en una columna, subidas a una cornisa... Por efecto de la pintura, que chorreaba, a muchas parecía explotarles la cabeza, como si les hubieran disparado a bocajarro. Basquiat se topó con una de ellas y dibujó encima una calavera con trazos blancos. Llegó a tocar el cielo, exhibiéndose en galerías y museos, pero al final un cáncer de piel sin tratar fulminó su cuerpo exhausto, tras décadas coqueteando con la muerte a través de las drogas y la mala vida en la calle.
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