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El escritor que mejor vaticinó los horrores del siglo XX en novelas y relatos complejos, claustrofóbicos y absurdos disfrutaba en su juventud del contacto con la naturaleza y enviaba tiernas cartas de amor que hablan de manos entrelazadas y un pálpito creciente a la espera ... de respuesta de la muchacha con la que sueña. Es la faceta menos conocida de Franz Kafka (Praga 1883-Viena, 1924), para muchos críticos el autor más influyente de la pasada centuria, que se desvela en sus cartas, muchas de ellas inéditas en castellano hasta el momento. Hoy llega a las librerías el cuarto tomo de sus obras completas editadas por Galaxia Gutenberg, que recoge las correspondientes al período 1900-14. Son 1.300 páginas de letra menuda con prólogo de Jordi Llovet, que recopilan 778 misivas, de las que 145 se publican por primera vez (dos de estas últimas están reproducidas íntegramente sobre estas líneas).
El autor de 'El proceso' vivía la escritura como una pasión irrefrenable. «Todo yo soy literatura», escribió a Felice Bauer, con la que estuvo comprometido matrimonialmente dos veces, sin que la historia terminara en boda. Y se aplicaba con tal empeño a su tarea que su producción es inmensa: su obra ocupa más de 6.000 páginas de letra apretada. Dos terceras partes de la misma son textos no destinados a la publicación, concretamente diarios y cartas. Sin embargo, el valor de esa parte de su producción es altísimo porque revela muchos aspectos de su personalidad, muestra bocetos de relatos que luego abandonará o concluirá y lo hace todo en su inconfundible estilo. En definitiva, es literatura de la mejor ley.
Las cartas ahora publicadas -también se incluyen unas pocas recibidas por él- han sido objeto de un profundo y complejo estudio de datación y contextualización. Complejo porque los originales están desperdigados y algunos directamente han desaparecido. Por si eso fuera poca dificultad para los editores, la búsqueda de nuevas misivas continúa. Es el caso de las que envió a Dora Diamant, la muchacha con la que compartió sus últimos meses de vida, cuando la tuberculosis lo había convertido en un esqueleto (medía 1,83 metros y al morir pesaba 40 kilos) y respirar era una tortura. La Gestapo se incautó de esas cartas en 1934 y aún existe una pequeña esperanza de que se encuentren en algún archivo.
Confesiones en el papel
El volumen incluyen también notas breves y postales con apenas unas frases, ordenado todo ello por fecha de envío. Las misivas retratan a un joven meticuloso, que habla de literatura con sus amigos y desea viajar a lugares exóticos. Lo de viajar lo consiguió con su imaginación: ahí está el relato 'Chacales y árabes' para probarlo. Los cruces de recomendaciones literarias se dieron sobre todo con Max Brod, compañero del alma, que fue quien lo animó a publicar y a quien el escritor hizo la encomienda de que, tras su muerte, destruyera todos sus papeles. Un encargo sobre cuya sinceridad caben dudas razonables -¿se pide que acabe con tu obra a quien más ha peleado porque viera la luz?- y que Brod incumplió.
En sus cartas Kafka explica la razón de las obsesiones que plasmaba en novelas y relatos. Está la dificultad para encontrar salida a todos los conflictos, reales o imaginarios de su vida, sobre todo la imposibilidad para contraer matrimonio: «La idea de un viaje de boda me espanta (...) me parece un espectáculo repugnante, y cuando quiero provocarme asco, solo tengo que imaginarme rodeando la cintura de una mujer con el brazo». Lo escribió a su amigo Brod tras la primera ruptura con Felice Bauer.
Sin embargo, esa repugnancia no significa que Kafka rechazara el sexo. En estas cartas queda meridianamente claro que no era así porque se refiere, aunque sea en términos un tanto crípticos a experiencias sexuales diversas. Desde la primera, que describe con una objetividad casi notarial, con una muchacha a la que acababa de conocer ese mismo día y que probablemente conllevaba un pago, hasta otras, siempre ocasionales. Los documentos aquí incluidos no aportan nuevos datos sobre la presunta paternidad del escritor, fruto de una hipotética relación con Grete Bloch, la amiga de Felice Bauer que hizo de intermediaria entre ambos tras la primera ruptura.
La mujer escribió en 1940 que años antes había ido a ver la tumba de un hombre «que me significó infinitamente mucho, que murió en 1924 y cuya maestría sigue siendo alabada hoy en día. Era el padre de mi hijo, el cual murió de forma repentina en Múnich, a punto de cumplir 7 años». Añade que no lo volvió a ver y falleció «debido a una enfermedad mortal». ¿Habla de Kafka? Los biógrafos no se ponen de acuerdo y las cartas entre ambos no permiten asegurarlo, pero tampoco lo desmienten.
Nueva entrega
Así como las que envía a sus amigos muestran una notable coherencia en los afectos, las remitidas a las distintas mujeres de su vida revelan profundas contradicciones desde el mismo estilo. A Heidwig Weiler, con quien vive una casta e ingenua relación amorosa, comienza a tratarla de usted tras la ruptura. En la penúltima misiva que le envía, ya en 1909, incluso le explica que puede ir a ver a su familia sin problema porque él se quedará paseando por Praga para no coincidir. Y la última, la que supone el alejamiento definitivo, la termina hablando del estado de los suyos: «Mi madre será operada la semana que viene (...) mi padre cada vez va más cuesta abajo (...) mi abuelo se ha desmayado hoy gravemente y (...) yo tampoco me encuentro muy bien de salud».
Las cartas a Felice Bauer forman el cuerpo fundamental del volumen y hay meses en las que es la única destinataria de las mismas. En la primera de ellas, asegura que es «un escritor de cartas impuntual», que tampoco espera con ansia la respuesta. «Jamás siento decepción si no llega». Durante casi dos años, Kafka le escribe de manera compulsiva: dos y tres veces al día, apurando la hora de la recogida del correo, y desesperándose cuando no llega respuesta. Apenas habían cruzado unas cuantas misivas cuando el 'usted' es cambiado por un 'amor mío'. Sin embargo, en esa correspondencia el escritor muestra sus temores: no quiere nada que lo aleje de la literatura y así se lo advierte a esa amada a la que asegura echar en falta cada minuto, pese a que apenas se han visto unas pocas horas.
Esa pasión epistolar contrastaba con la realidad: durante una estancia en Berlín, donde Felice residía, Kafka no fue a verla pero en cambio le escribió encendidas cartas desde el hotel. Es esa misma Felice de la que quiere saberlo todo (cómo es su oficina, si va a trabajar andando o en tranvía, qué come, quiénes son sus amigos, qué lee, a qué función teatral ha asistido) pero a la que anuncia que «el coito es el castigo por la felicidad por estar juntos».
La misma Felice de la que, horas después de haberla conocido, hizo una descripción que produce casi rechazo físico pero con la que luego se comprometió y con la que diseñó un proyecto de vida en común. Aunque seguramente nunca fue real. Solo así se explica la carta que envió al padre de ella. «Todo mi ser se centra en la literatura, y hasta los treinta años he mantenido ese rumbo a rajatabla; si alguna vez lo abandono, dejaré de vivir (...) Soy taciturno, insociable, malhumorado, egoísta, hipocondríaco y realmente enfermizo». Es la mejor muestra de una personalidad muy compleja que estas cartas ayudan a comprender en toda su magnitud.
Querida niña, otra noche después de unas cuantas que han pasado a toda velocidad. Que la agitación de escribir una carta empiece claramente con un borrón.
Mi vida es ahora todo un desorden. Eso sí, tengo un empleo con un sueldo minúsculo de ochenta coronas y con inconmensurables ocho o nueve horas de trabajo, pero devoro como una fiera las horas que paso fuera del despacho. Como no estaba acostumbrado a limitar mi vida diaria a seis horas, y como, además, aprendo italiano y deseo pasar las noches de estos hermosos días al aire libre, salgo poco recuperado del apelotonamiento de horas libres.
Luego, la oficina. Trabajo en Assicurazioni Generali y concibo, aún así, la esperanza de sentarme algún día en sillones de países remotos, de contemplar plantaciones de caña de azúcar o cementerios musulmanes desde las ventanas de mi despacho; el sistema de seguros también me interesa mucho, pero lo cierto es que mi trabajo actual es triste. Así y todo, a veces es bonito dejar la pluma, imaginar, por ejemplo, que pongo tus manos la una sobre la otra y las cojo luego con la mía, y estar convencido de que no las soltaría ni que se retorcieran las articulaciones. Adieu.
Tuyo, Franz
Es un tiempo peculiar el que paso aquí, ya te habrás dado cuenta, y lo cierto es que yo necesitaba un tiempo peculiar como este, un tiempo para pasar las horas tumbado sobre el muro de un viñedo, con la vista clavada en las nubes que no quieren marcharse, o en los extensos campos, que se vuelven aún más extensos cuando uno tiene un arco iris en los ojos, o para permanecer sentado en el jardín contando cuentos a los niños (sobre todo a una pequeña rubia de seis años, encantadora, según las mujeres) o construyendo castillos de arena o tallando mesas que, Dios es testigo, nunca salen bien. Un tiempo peculiar, ¿no?
O para caminar por los campos, todos pardos ahora y melancólicos, con los arados abandonados; sin embargo, se iluminan, plateados, cuando aparece a pesar de todo el sol de la tarde y proyecta sobre los surcos mi larga sombra (mi larga sombra, sí, a través de la cual accederé tal vez al reino de los cielos). ¿Has notado cómo bailan las sombras de finales de verano sobre la tierra negra y removida, con qué corporeidad bailan? ¿Has notado cómo se alza la tierra hacia la vaca que pasta, con qué confianza se alza? ¿Has notado cómo se desmigaja la tierra de labor grasa y pesada entre los dedos demasiado delicados, con qué solemnidad se desmigaja?
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