La suerte de Newman
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Ahora me gusta imaginarles sentados en una mesa camilla, en un salón grande pero no ostentoso, en una casa amplia pero no excesiva. Toman un café en las tazas blancas que les regalaron en la boda, rodeados por fotos y libros que a veces se ... confunden unos con otros. Ambos miran la tele con las piernas cerca del brasero y, sin querer queriendo, sus pies arrugados chocan bajo la mesa y se miran a los ojos y se descubren otra vez y se sonríen con el instante, como tantas veces antes. La película continúa y él sube el volumen dos puntitos y ella le quita uno, para que sea perfecto.
Resulta que Paul Newman y Joanne Woodward fueron extraordinariamente normales. Newman y yo nos conocimos en una siesta de domingo, en la casa de la abuela. Yo era niño y él, Butch Cassidy. Luego, sin ningún orden ni intención, nos cruzamos en el tiempo como si Paul fuera un inesperado Doctor Who y yo su acompañante: 'El golpe', 'El buscavidas', 'La leyenda del indomable', 'Camino a la perdición'... Un día dijeron que había muerto y sigo sin entender. ¿Puede Paul Newman morir?
Esta semana nos cruzamos otra vez, en 'Las últimas estrellas de Hollywood', una serie de HBO, un poema dirigido por Ethan Hawke y una maravillosa dosis de eternidad. Seis capítulos para comprender el origen de la fascinación por Newman: era un perdedor. Un perdedor honrado y noble. Alguien que insistía en que «la suerte es un arte»; su arte. El arte de un tipo que se sabía normal y que creyó que su éxito llegó con la muerte de James Dean. Qué penitencia.
Por eso ahora les imagino a los dos con los pies cruzados bajo la mesa camilla, sintiendo algo parecido a ese beso final con los tobillos mojados, dentro de un mar que se lo lleva todo.
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