El pasado fin de semana el inefable Bertín Osborne, un tipo con el que simpatizas aunque te sitúes en las antípodas ideológicamente, invitó a su programa, 'Tu casa es la mía', a una 'influencer' ibérica de peso cuya vida viene a ser como suscribirse a ... las revistas del corazón con tarifa plana. Se viste de quien le pague, no se sabe si es comestible todo lo que sube a Instagram, pero las estampas gastronómicas son estupendas, y muestra a su familia, bebé incluido, con la naturalidad que le otorgan los filtros fotográficos. El campechano cantante aprovechó la coyuntura para hacer un curso acelerado de cómo triunfar en las redes sociales. «Yo también quiero ser un 'influencer' de esos», comentaba con socarronería al final de la emisión de la docuficción.

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Quizás Bertín se hace el despistado. A la hora de caer bien, es un signo de los tiempos, pero sabe que es un 'influencer' de la vieja escuela, en peligro de extinción. Cuenta con una trayectoria como presentador de hitos de la televisión como 'Contacto con tacto' o 'Scavengers' y sus seguidores son de verdad: no ha necesitado comprar 'followers' ni un ejército de bots que le piropeen a todas horas en Twitter, como a Putin.

Los 'influencers' son la nueva aristocracia de la nada. Hay quien se lo curra, pero muchos vienen de buena cuna, con un pan debajo el brazo y un móvil de última generación. Difícil lo tiene un chaval de barrio sin wifi de tropecientos megas y un equipo informático para chuparse los gigas. Quizás llame la atención grabándose con el móvil aceptando algún reto al borde de la muerte que deje a 'Jackass' a la altura de Club Disney. Con suerte, lo emiten en algún contenedor de vídeos tipo 'Aruser@s' o 'Zapeando' para que un grupúsculo de aguerridos tertulianos le despellejen.

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