La televisión en blanco y negro en nuestra memoria es el mostacho de José María Íñigo y la cuchara doblada de Uri Geller. Para las nuevas generaciones, Íñigo permanece asociado a Eurovisión y a sus comentarios sabios, inmisericordes, sobre la historia de un ... festival que le mantuvo en primera línea de la comunicación hasta muy poco. Hoy ha muerto a los 75 años en Madrid una leyenda de la radio y la televisión, un rostro y una voz que siempre han estado ahí.
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Su viuda, Pilar Piniella, desvelaba en la capilla ardiente instalada en el tanatario de Alcobendas que padecía cáncer desde hacía dos años: «Se ha muerto como el quería, durmiendo. No se ha enterado». La noticia de su fallecimiento la daba horas antes Pepa Fernández en su programa de Radio Nacional 'No es un día cualquiera', en el que colaboraba.
Y es que Íñigo jamás se apartó del micrófono. Se aventuró en todo tipo de medios y formatos. Reinó en la televisión única con programas que hicieron de él un icono de la Transición: 'Directísimo', 'Esta noche... fiesta', 'Fantástico'... Presentó informativos, espacios musicales, de viajes y de gastronomía, la gran pasión de sus últimos años, compartida con su hija Piluca. Supo reinventarse y se adaptó a los tiempos de Instagram y Twitter, donde daba rienda suelta a su faceta cascarrabias.
José María Íñigo se marchó de Bilbao a los 20 años con hambre de modernidad, pero siempre acababa volviendo. Su padre trabajaba como eléctrico en el teatro Arriaga, lo que le permitió envolverse desde pequeño en el mundo del espectáculo devorando zarzuelas desde las bambalinas. Saber inglés le abrió pronto muchas puertas. A los 12 años dejó el colegio Corazón de María y se puso a trabajar vendiendo almohadillas en San Mamés. Soñaba con ser jugador del Athletic y presentador de televisión. También fue botones y traductor en una librería de la Gran Vía.
A los 18 años se puso por primera vez delante de un micrófono en Radio Bilbao. Los viajes a Londres le empaparon de sapiencia musical y le sacudieron la caspa de la España franquista. Escribe y edita revistas musicales y se consagra a nivel popular gracias a 'El Gran Musical'. En 1969, conduce en Televisión Española, de la que nunca quiso ser empleado fijo, 'Ritmo 70', dirigido por Pilar Miró. Un año más tarde ya está al frente de 'Estudio abierto', donde alternaba entrevistas, reportajes y actuaciones en directo.
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Íñigo patentó un estilo de presentar elegante, calmado, con un resabio de ironía y una capacidad de dar espectáculo sin caer en la vulgaridad. Eran tiempos en los que sus invitados acaparaban al día siguiente las conversaciones en todo el país. Tan pronto departía con Rita Hayworth como convertía en estrella a Uri Geller, el ilusionista israelí que hizo que toda España se pusiera a frotar cucharas. Nunca se alteraba, jamás cayó en la provocación.
José María Íñigo fue también el presentador pop por excelencia de nuestra televisión gracias al vanguardista 'Último grito', el espacio en el que coincidieron otros dos vascos modernos de la época: Pedro Olea e Iván Zulueta, que le dirigió en la loquísima 'Un, dos tres... al escondite inglés'. El periodista bilbaíno era tan popular que hasta le ofrecían películas como 'Terapia al desnudo', una comedieta de Pedro Lazaga donde hizo lo que pudo.
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«Pensábamos que, como en América, un día habría más televisiones y que eso nos daría más felicidad. Luego se ha comprobado que con mayor número de cadenas no hemos sido más felices sino todo lo contrario», confesaba el presentador en el libro 'Religión Catódica', de las periodistas de EL CORREO Isabel Ibáñez y Yolanda Veiga. Y concluía: «En los 70 lo pasábamos muy bien. Incluso yo. No teníamos la espada de Damocles encima, la audiencia, que es lo que mata la calidad de los programas».
Colaborador en un sinfín de programas de cadenas privadas, públicas y autonómicas, premio a su carrera de la Academia de Televisión en 2011, Íñigo encontró en Eurovisión en los últimos años la excusa para seguir presente en nuestros hogares, ya sin peluquín. Era un profesional serio y accesible, riguroso y exigente, que desgranaba una anécdota tras otra con la capacidad de quien ha estado siempre en todos los sitios. «Antes de que nada hiciera nada, José María Íñigo lo hizo todo. Buen viaje maestro», le despedía su colega Toni Garrido.
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